Todavía podemos caminar por las hidalgas calles de
Popayán, con temor, pero lo hacemos. Ya no entramos al teatro municipal, en
donde proyectaban “Los Diez Mandamientos”, que ya no practicamos tampoco. Hace
más de treinta años, la boleta valía dos pesos.
En esa época, no había motos con ruidos estridentes. Los
maricas se contaban en los dedos de las manos y sobraban dedos;
ahora los llaman “gais” y pululan. Por aquellos tiempos una carrera en berlina
del parque de Caldas a cualquier sitio de Popayán, valía cinco pesos; una
camisa fina donde Carlos Ramírez, en el almacén Cady, diez pesos, un paquete de
cigarrillos Pielroja, veinte centavos y uno de Kool, cincuenta. Se ganaba y se
vivía con poco dinero. El raponero no existía, ni los vendedores ambulantes
tampoco. La vida en Popayán no giraba
alrededor del dólar. Los comentarios económicos y políticos de la localidad se
nutrían, dejando escapar el chisme en las tertulias que se desarrollaban en el
café el Comercio y el Café Alcázar, sitios preferidos por comerciantes y ganaderos.
En los años sesenta, la gente acudía a
escuchar y bailar música grabada a los “bailaderos”; no existían las
discotecas, ni tampoco los moteles. El pantalón o jeans, como traje de
calle, tan preferido hoy, nunca se usaba y, las faldas eran irremediablemente
largas. Para ir a la Misa las mujeres se cubrían la cabeza con mantillas, velos
o pañolón. No existían los supermercados, solo vendía en ese estilo el
almacén “Mil” de Jesús María Perafán. La única clínica particular, era “La
Clínica Popayán” del Dr. Guillermo Angulo, ubicada en la carrera 7ª entre
calles 7ª y 8ª. La gente de clase popular nacía en el “Pabellón Primo Pardo”
(hoy edificio de la Lotería del Cauca).
Eran épocas en que el deporte del
fútbol y el basquetbol apasionaban de verdad. El presidente de la liga de
futbol, era el Dr. Luis Ángel Libreros. Recordamos los equipos: Cardenales,
equipo Popayán, Ferro Cauca, entre otros.
“El puente de la eternidad”, sobre el rio Cauca,
-frente al Seminario- llamado así por los años que demoraron en construirlo y,
lo culminó el ingeniero Tomás Castrillón como ministro de Obras Públicas. En
aquel entonces, se andaba despacio, como si al reloj le pesaran más las
manecillas. La vida nocturna era reducida y la ciudad después de salir de cine
a las once de la noche, dormitaban en tranquilidad absoluta con el agrado de
las ventanas abiertas, sin el ruido afónico de los aires acondicionados, muy
escasos en aquellas épocas en las residencias payanesas.
Las costumbres eran bien distintas. Los menores
tenían diariamente dos jornadas -mañana y tarde- para estudiar. El número de
agentes de la Policía era reducido, y el policía de la esquina era amigo del
vecindario. Se estilaban los “paseos de
luna” y los teléfonos eran de cuatro números. No teníamos directorio telefónico,
simplemente se llamaba a Carlos Talego Ramírez para que informara los números
telefónicos. El premio mayor de la Lotería del Cauca pagaba cien mil pesos. En
1961 fue elegido John F. Kennedy presidente de los Estados Unidos, quien
enviaba a través del programa “Alianza para el Progreso”, además de dólares
para construir escuelas y colegios, cargamentos de latas o cuñetes de leche en
polvo y queso para la niñez de escuelas públicas.
Los costos de ese entonces hoy, suenan
risibles. Una botella de whisky valía 40 pesos, una corbata de seda, siete
pesos; un par de medias veladas para dama, tres; una panela, treinta centavos;
un kilo de arroz, uno con sesenta; de azúcar, noventa centavos y así por el
estilo. En anuncios para la venta de una buena casa en barrio residencial, se
ofrecía en cincuenta mil pesos.
Por ese entonces, los rieles del ferrocarril
del Pacifico llegaban hasta el barrio Bolívar a la hermosa estación de estilo arquitectónico republicano, influencia del
neoclásico europeo. No se conocían los perros calientes ni las
hamburguesas, ni las pizzas, pero si los tamales y las empanadas de pipián, que
aún hoy gozan de prestigio y sabor incomparables.
No existían sucursales bancarias, solo el Banco del
Estado y, obviamente el Banco de la República. Todavía existen los mismos dos
clubes: El campestre y el Club Popayán. Las gentes que querían aparentar una
alta condición social no se saludaban de beso. No había buses urbanos, solo
“chivas” para paseos cuyos conductores conocían a casi toda su clientela. La
“Maracachafa” y otras yerbas, no se habían adentrado a ninguna área de la
sociedad y la juventud era igualmente alegre y extrovertida. La música de moda
era el bolero, el porro y la cumbia. ¡Ah tiempos aquellos Don Simón!
Civilidad: Aquí se vivía
sabroso y, todavía podemos hacerlo, amando de verdad a Popayán.
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