La gente que ama a Popayán se inclina
a dibujar en su imaginación la idea de porvenir, con su plaza, sus árboles, sus
balcones coloniales, sus portalones, entronizando el centro histórico como un
monumento. La gente que ama a la ciudad
vive anclada en un pretérito idílico, como la localidad de sus sueños. Sin
ceder a la tentación de cambiar esos lugares comunes de los que vive hace 488
años. Aunque la realidad pase luego la factura, rompiendo sus muros, al llegar la
tormenta diaria que invisibiliza para admirar toda su belleza. Es tanto el
amor, que es inevitable anhelar los vientos de perfección, el anhelo de
felicidad completa. Aquí se pone, se quita, se borra y se pinta la ciudad de malas
costumbres, con festejos y usanzas en sinfonía alocada. La ciudad no ha
cambiado, pero sus habitantes sí. Aquí
vivimos con la obligación de transformar la memoria inmediata en recurso para resistir
con dignidad y buen humor el mal de cada día. Aunque seguimos anhelantes por un
ideal, en un conjunto
de reglas para observar, para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras
acciones y palabras. Abro los ojos del pasado y, encuentro Ese otrora carácter generalizado de la urbanidad y
el civismo. Resuenan las trompetas y cornetas, en las
calles cubiertas de azahares, geranios y penitentes, con el calendario de las
cofradías de nuestra Semana Santa. Payaneses evocando al Maestro Valencia, al
pintor Efraím Martínez. Otros, brindando por este suelo recalificado, ejecutores
irrigando resultados buenos, regulares y malos, hasta la felicidad de destructores
e indisciplinados conductores de toda laya. Y muchos orgullosos de “Chancaca”, “Guineo”,
“Zócalo, aunque alarmados por el creciente número de cantinas y la carencia de lectores
y, de bibliotecas públicas en la ciudad.
Admitamos que a los patojos raizales nos
falta ambición, pero nos sobra afán para llenar los templos y las calles de
nazarenos. En tanto que, a los fuereños les sobra apetito para explayar sus
negocios que tienen siempre que ver con los términos medios. Nos acostumbramos a
la ciudad esquilmada. Con las consecuencias de la realidad: paros cívicos que
no facturan, incívicos maltratando los frontis de nuestros caserones. A trancas
y trancones, asimilamos la convivencia con resiliencia. El problema se agrava ante
la falta de interés, convertido en un manto de tristeza, medianía insoportable,
que detiene la ciudad.
No se enfría mi crítica en contra de
un pueblo que, por un lado, parece incapaz de ejercer sus derechos cívicos y,
por el otro, crece en resentimiento. Apelo para que la ciudad continúe siendo
un lugar positivo de encuentro, espacio donde la gente disfrute habitar,
trabajar, donde se recree, se eduque y se conecte con los demás de manera
positiva.
Entre tantos lamentos acaricio
positivamente todo lo que brota en la ciudad. Popayanejos, payaneses y patojos,
prevenidos del defecto de la antipatía hacia la bonita ciudad. La luna de miel ya pasó. Los invitados a la fiesta de la
democracia, eligieron. La ciudad hace un año escogió. En lo que resta, esperamos la luz de la
prosperidad para cambiar sus propósitos. La ciudad se
expande bulímicamente y no parece conocer límite su despliegue vertiginoso. Popayán
en medio del atolladero, vive una economía hiriente. El estancamiento
por las disparidades de ingresos, el empeoramiento de la contaminación y el
deterioro de los edificios y puentes con el paso de los años, son señales
reveladoras de que la ciudad tiene dificultades para satisfacer las crecientes
aspiraciones de sus habitantes de tener un futuro sostenible y próspero. Entonces,
como ahora, era una ciudad que vivía el mejor de los tiempos y el peor de los
tiempos. En el último trayecto de mi vida, como apasionado defensor, hago de la
crónica, mi principal arma de combate, porque nos merecemos una ciudad mejor que la que tenemos. Una ciudad que se identifique con el
progreso, con cambios: sociales, técnicos, económicos y culturales. Las obras públicas no se
construyen con el poder milagroso de una
varita mágica.
La
grandeza de Popayán, es cosa de siglos y reclama mucha determinación
generacional para que funcione. Entre todos, poco a poco, paso a paso, con
tenacidad y multitud de herramientas, arrimémosle el hombro pagando los tributos
a tiempo.
Civilidad. Decir que la ciudad está
limpia es una mentira. Está envenenada, mancha el humo de los automotores y
mancha la contaminación. Está llena de carteles, avisos y avisitos incitando a
comprar chucherías o a votar por alguien.
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