Buscar en El Viejo Farol

domingo, 24 de agosto de 2025

LA JUVENTUD DE EN ANTES

 


Popayán y, yo, somos antiguos.  Mi ciudad viviendo para siempre, ad portas de cumplir 500 años, deseándole miles más. Yo trasegando durante dos siglos, con seis papas, 20 presidentes y, una pandemia sobre mis hombros en mi prolongada existencia. Mis viejos amigos, unos achacosos en sus cuarteles de invierno, ya no salen a la calle. Otros viajaron hacia la infinitud. Vivo en esta modernidad, con matrimonios de hoy sin hijos, humanizando las mascotas. La población colombiana está envejeciendo a un ritmo más rápido que en otros países, lo que me motiva   a escribir la diferencia entre los jóvenes de ahora y los de en antes. Es el compendio sacado de lo más recóndito de mi memoria, como tradición oral regional que no debe echarse al olvido. Jean-Paul Sartre, filósofo y escritor, cuando trata este tema, hace casi cincuenta años, concibe la juventud como una «enfermedad burguesa» que no les ocurre ni a los campesinos ni a los obreros.

Lo primero que viene a mi cabeza es que, ante la falta de un cuarto de baño, la bacinilla, en forma de tazón gigante, no podía faltar, debajo de la cama para uso nocturno. En el sector rural cercano a Popayán, no tenía energía eléctrica, debiendo usar lámparas de kerosene y Coleman de gasolina. Los mejores momentos de la vida nada tenían que ver con dinero. Las calles y potreros, eran las canchas de futbol. La muchachada era atemorizada por la “bola”, con “tombos” de bolillo en mano, que eran llamados por los quejosos vecinos por vidrios rotos de sus ventanas. La muchachada, seguía jugando hasta cuando se escuchaba el grito sagrado: “a dormiiirrr”.

En todas las épocas tendrá que hablarse de la juventud. En la mía se usaba el pantalón corto hasta los 18 años. Se asistía a sitios permitidos solo para menores de edad, anhelando los años para ser mayores. La educación en esos bellos tiempos, era con profesores dedicados a enseñar conocimientos. Eran verdaderos sabios con disciplina. Un mismo profesor enseñaba diversas materias con el arte de la retórica y la oratoria, buscando mediante la palabra el fin de persuadir. Los castigos eran, desde simples orejas de burro sobre la cabeza, hasta el rincón del salón mientras el maestro continuaba la clase. Y el castigo brusco, arrodillado sobre piedras o el azote con ramas sin hojas o la regla de fina madera. También, la usanza de leves castigos, del maestro, que ejercía su noble autoridad, ordenando llenar planas: “No debo hablar en clase”.  Normas estrictas que alcanzaban, incluso al ámbito familiar.

Eran tiempos de introducir la cabeza para sacar del carrito de paletas el helado de cinco centavos. Había controles en la edad de las personas para asistir a una sala de cine: “apta para mayores de 18 años”. La boleta valía 20 centavos, para ingresar a los teatros: Municipal, Popayán, Valencia y Bolívar para ir a ver películas de Tarzán (Johnny Weissmüller) acompañado de “Chita”, llamando a Jane, su esposa, con armoniosos alaridos.  Veíamos a la inocente Cenicienta llegar a las 12 de la noche sin zapatillas.

Extraordinario despertar un domingo a las 7 de la mañana, con la familia, todavía en pijama, reunidos en la sala; todos rodeando con alegría el televisor, aparato que cambió el mundo de la comunicación. TV en blanco y negro, años 60 muy diferente no solo en cuestión de tamaño. Esperábamos con paciencia la imagen, hasta que los tubos se calentaran para que apareciera la imagen del antiguo televisor. En cada hogar solo había un teléfono fijo, antecesor del móvil celular. Cuando timbraba el teléfono en casa, todos corrían: “es para mí, estoy esperando esa llamada”. La forma de bloquear una llamada, era dejarlo descolgado, (tu, tu, tu, tu...)  

Las mamás, usaban la correa, la chancleta y, el rejo de tres patas que de vez en cuando, se perdía; pero que nos ponían a buscarlo: “porque tiene que aparecer”. Aparecía no por arte de magia, sino a punta de chancleta para corregir a los hijos. ¡Ah tiempos aquellos Don Simón! Ya en la antigüedad, creo que fue Aristóteles -u otro filósofo griego- quien se quejaba de los jóvenes, diciendo: “que eran vagos, no obedecían a sus mayores” etc., ¿cómo ahora?

Civilidad: La juventud de ayer fue una generación juzgada por sus padres; los jóvenes de hoy son una procreación que juzgan a sus padres.

domingo, 17 de agosto de 2025

“Patojo”, “Payanés” o “Popayanejo”

 

No creo en estirpes, ni en razas superiores, y mucho menos, en tendencias. Defiendo la igualdad. Somos seres humanos y como tal, tenemos los mismos derechos. Para decepción o tranquilidad de algunos, estoy cien por ciento de acuerdo. Pero, cuando hablamos de deberes, a muchos se les empieza a olvidar que todos somos iguales. Precisamente por eso, en mi opinión, -puede que en la de otro, sea lo contrario- hago la clasificación en tres clases: Payaneses, popayanejos y patojos.

Alguna vez leí, que ser patojo era lo más parecido a un título de nobleza que había en Colombia, que era un orgullo, que era digno de pocos y envidia de muchos. Claro, también, acompaño este pensamiento, no tanto desde el punto de vista de tener sangre azul, sino más bien como algo digno de pocos. Partiendo de la deducción inicial, todos somos iguales y, por lo tanto, todos los naturales de Popayán, conocidos en el mundo entero como patojos, somos dignos de este título. Ahí si no estoy de acuerdo. Pues, ya es cuestión de deber y del amor verdadero a Popayán. El título de patojo, es un derecho y como tal, debemos tener las niguas bien puestas, entonces, allí no todos somos iguales. (no es porque no debiéramos serlo sino porque debemos ganarnos ese honroso título)

El patojo, –insisto, para mí- es aquella persona que vive en Popayán, y no necesariamente es natural de Popayán, pero que ama esta ciudad, que la respeta, que la conoce, que la cuida, que se siente orgulloso de su historia y, de sus tradiciones. Es aquella persona que se enorgullece e infla su pecho cuando dice: “Soy de Popayán”; pero, cuando expresa “Amo a Popayán”. Cuando su amor por la ciudad trasciende las palabras y se refleja en hechos, cuando participa activamente en la construcción de ciudad. Es aquel que se indigna cuando se le dan peyorativos a la ciudad con “grafitis”; aquel que se ofusca con el vandalismo. Patojo es aquel que siente en sus venas esa sangre procera –repito, no necesariamente azul- de dónde surgieron grandes pensadores y líderes del país. Es aquel al que le duelen los destrozos que dejan las manifestaciones que violan el código de ética aduciendo a la libertad de expresión. Es aquel que habla con orgullo de las paredes blancas, de los atardeceres crepusculares, del sol de los venados, del puente del humilladero… Es aquel que disfruta del pipián, el ají de maní, la carantanta y el champús. Es aquel que piensa en Popayán y escucha su silencio.

El payanés ilustre, es ese ser que tuvo la fortuna de nacer en Popayán, perteneciente a esas figuras históricas que lideraron o promovieron activamente los movimientos independentistas contra el dominio español. Esos líderes, a menudo militares o políticos, recordados por su valentía, visión y contribución de la república.
 
Y popayanejo es aquel que, por vivir aquí, cargando una cruz más pesada que la de El Cachorro. Al que no le duele la ciudad, pero critica; al que no le importa la devastación, al que la historia magna de la ciudad ya no le interesa; el que se vanagloria de vivir entre las inmensas torres de concreto, el que se fue para no volver. Popayandejo, es aquel que nació en Popayán y le da pena decirlo, o simplemente, el que siendo de Popayán, le da lo mismo serlo. Aquel que le representa sólo un gentilicio.

Para mí, esa es la diferencia, entre patojo, payanés ilustre y popayanejo. Para los demás, puede ser distinta; para otros es la misma vaina. Por mi parte, mi orgullo es ser patojo por haber nacido aquí y, donde igual quiero morir-, pero sobre cualquier otra cosa, a mucho honor, soy patojo raizal amoroso que me duele Popayán.

Civilidad: Todos somos iguales en nuestros derechos, pero en nuestros deberes y obligaciones, todos deberíamos ser patojos.

domingo, 10 de agosto de 2025

Reubicación de las estatuas como esculturas

 

A lo largo de los siglos, las estatuas han sido parte fundamental de la civilización humana, como símbolos perdurables de honor, recuerdo y como expresión artística. Pero, en las sociedades modernas, ya no transmiten mensajes, pues generalmente son burla y estorbo, porque para su época, fueron ubicadas estratégicamente en espacios públicos para maximizar su visibilidad y relevancia en la comunidad.
 
Cierto es, que por esas estatuas que desempeñaron un papel conmemorativo en la formación de nuestra identidad colectiva y la preservación de nuestro patrimonio historiográfico, no hubo reclamaciones por el postrero puesto que hoy ocupan en la historia de la enseñanza escolar ¿Por qué se dejó de enseñar la Historia Patria? Recordemos que entre 1894 y 1994 cuando se publica la Ley General de Educación, en ese transcurso la historia desapareció del currículum como disciplina.
 
La Popayán cargada de historia, tiene hoy un conjunto de estatuas, que podrían generar un mejor impacto cultural y social, sirviendo más, como obras esculturales, que como símbolos de historia, orgullo y memoria colectiva. Sin duda, hacen parte de ese sublime patrimonio de las bellas artes, en la cual el escultor, se expresa creando volúmenes y conformando espacios a través de la talla y el cincel en armonía con las de fundición y modelado. Sin embargo, ya no reflejan los valores, creencias y aspiraciones de una sociedad, honrando a sus héroes y conmemorando en su contexto histórico. Y es que, por la ubicación en que se encuentran las estatuas en Popayán, ahora solo tienen el poder de provocar reflexiones, suscitar conversaciones e inspirar la acción, pero para convertirlas en potentes agentes de cambio que permitan el progreso de la ciudad. Subrayando, además, que carecen de tareas periódicas de limpieza, reparación y conservación para protegerlas del daño ambiental, el vandalismo y el deterioro de las llamativas estatuas para garantizar su longevidad y su importancia cultural para las generaciones futuras, pero eso sí, en un sitial donde no estorben. La colaboración entre organismos gubernamentales, instituciones culturales y expertos en conservación es perentoria para salvaguardar estas valiosas joyas culturales, aunque ya no inspiren respeto ni admiración a las generaciones actuales.
 
Hoy por hoy, a pesar de su importancia histórica, las estatuas son motivo de controversia y debate, especialmente porque cuestionan sus significados o representaciones. Temas como la precisión histórica, la apropiación cultural y el simbolismo político han dado lugar a peticiones de retirada, reubicación o reinterpretación de ciertas estatuas que generan fatiga vial. En Popayán, las glorietas mal diseñadas para la época actual, resultan confusas para conductores sin cultura vial o que no están familiarizados con las rotondas, aumentando la tasa de accidentes. Riesgos que aumentan, cuando el control vial, se pone en manos de un migrante venezolano a punta del trapo rojo. De allí que, estas discusiones ponen de relieve la naturaleza compleja y cambiante de la habilidad de conducción vehicular y su relación con la sociedad.
 
Desde hace unos años, se libra una guerra de estatuas. Se erigen pocas, ¿en honor a quién?  y desaparecen otras por incultura. Para entender, por qué pasa esto, preguntemos para que sirve una estatua en Popayán. Los más escépticos dirán: “para nada”. Una prueba reciente en Popayán: cambiaron de lugar, el pedestal de Antonio Nariño porque estorbaba y nadie se dio cuenta ni nadie dijo nada.  Otra perla, alguien sabe, ¿dónde está la estatua de Sebastián de Belalcázar? Su efigie merece ser vista en el lugar dónde la diseñó el gran escultor español, Victorio Macho. Allí prestaría especial atención, asegurándose su supervivencia, armonizando con el entorno y mejorando el atractivo estético general del lugar.

Civilidad: Podría ser más relevante el progreso de la ciudad, si las estatuas que honran a los héroes, las reubicaran como esculturas, en las diversas plazoletas que tiene Popayán, enriqueciendo nuestro paisaje cultural e histórico.


domingo, 3 de agosto de 2025

Con las niguas bien puestas

 

Seguramente la generación actual no sabe lo que significaron las niguas en los siglos anteriores en la historia de la bien amada Popayán. Y, es que, aquella parte de las tradiciones cotidianas en la vida de esta bella villa, esa historia menuda ya no se escribe. Pero, tuvo mucho que ver con el caminar de la gente con esos bichos que llamadas “niguas”. No existe en la literatura, algún boceto corto, llamados escritos costumbristas en los que se narre, usos, hábitos, tipos característicos o representativos de la sociedad, paisaje, diversiones y hasta animales; unas veces con el ánimo de divertir -cuadros amenos- y, otras con marcada intención de crítica social y de indicar reformas con función moralizadora. He rebuscado en los escritos de José María Vergara, Tomás Carrasquilla, Rafael Pombo y, Eugenio Díaz Castro quien fuera el padre del costumbrismo, en los que se relate la historia típica de Popayán. Historia o mito que nos describa sobre ese ácaro perteneciente a la clase arácnida, comúnmente llama “nigua”.

Popayán, tiene historias de todos los colores y sabores, algunas que parecieran intrascendentes que no han quedado registradas. Por ello, acudo a la tradición oral de Popayán para conservar las historias y anécdotas sobre la experiencia con las niguas, incluyendo cómo afectaban la vida diaria y cómo se intentaba combatirlas. Cierto es que, en tiempos de la colonia, la ciudad había sido fundada sobre un terreno bastante húmedo, y que, por las calles en su mayoría empedradas, se propagaban los insectos más despiadados: pulgas, zancudos, chinches y las niguas. No existía el cemento ni nada que se pareciera, todo era barro, tierra apilada revuelta con paja, madera y cueros para construcción de viviendas. Por consiguiente, en esa época lejana, las calles y los pisos de las viviendas eran caldo de cultivo para esos animalitos. Y como quiera que nuestros antepasados andaban a pie limpio, descalzos, con alpargatas o quimbas para cumplir el propósito de mantener el pie protegido en suelos pedregosos, irregulares y con importantes desniveles. Pues entonces, esos bichos entraban por las uñas, generando en principio, el goce y disfrute de la rasquiña y el dolor más infamemente placentero, por el prurito, referido a la sensación de picazón que provocaba el “gustico” de rascarse. Esa sensación de picor cutáneo que provocaba la necesidad de rascarse era atendida o complacida sobre las piedras o placas incrustadas en las paredes, sobre todo a lo largo de la carrera tercera desde el Barrio Alfonso López. Por lo que, algunos argumentan que para ese menester habían sido instaladas dichas piedras. Sin embargo, la verdad verdadera, es que ese era el recorrido de los arrieros de ganado, entre ellos los apodados los “arbolitos”, que cumplían la tarea de aflojar o retener el ganado, desde las ferias, por consiguiente, esa era la función de las piedras en las esquinas para aflojar o retener el ganado arriado hasta el matadero sin que se estropearan las paredes de la ciudad blanca.

En aquella época Popayán carecía de tomaderos de tinto, ni nada por el estilo que se pareciera a un tertuliadero; de allí que los poseedores de la picadura de tan sofisticado animalito, se arrimaban a las piedras de las esquinas para atender el deseo de la rasquiña, aprovechando esos momentos placenteros para actualizarse en temas de ciudad.  

Infortunadamente sobre ese cuadro de las niguas no existe, que sepamos algún escrito en nuestra literatura costumbrista, ni en la pluma de Carrasquilla que con su gracejo y agudeza llene ese vacío reverencial generado por el rubor de quienes padecieron las niguas. Cabe recordar, que la forma de eliminarlas era con una aguja calentada al calor de una vela para extraerlas, pero dejando la semilla para no perder el encanto de la piquiña.

Solo encontré que durante la conquista cronistas como, Fray Pedro Aguado y el padre Gumilla, narraron que los soldados españoles, muchos de ellos, vencedores en renombradas batallas, se vieron humillados por estos diminutos insectos, que bien pueden pasar por el ojo de una aguja.  Las niguas son las responsables del título de “Ciudad de Paredes Blancas”, puesto que la cal blanca fue usada como pesticida y del apodo de “patojos”, a los raizales, por su forma de caminar como los típicos loros a causa del padecimiento que les provocaban en los pies estos arácnidos.

Recordemos que el vocablo “patojo”, se adjudicaba al habitante contagiado, -no por eso, apocado de la familia- quien, llegando a ser adulto se le torcían los pies por las niguas, no pudiendo usar zapatos, por consiguiente, truncado su porvenir. Sería solamente, el hazmerreír y no un ultraje a la familia por tener las niguas bien puestas. ¡Hoy es un gratísimo honor! Lástima entonces, que el género costumbrista no encuentre narradores memoristas que hoy me atrevo a rescatar.

Civilidad:  El propósito de las niguas, fue mucho menor que el de las «vacunas» extorsivas que hoy determinados sectores arrancan a los habitantes en Colombia.