Apacible y hasta
monótona, así era la vida en la ciudad, pero adentro de los hogares era muy
animada, alegre y entretenida. Para las mujeres y muchos payaneses encontraban
placentero madrugar. Como alondras, antes de que los rayos del sol
aparecieran ya habían hecho ejercicio, leído el periódico, preparado el desayuno
y avanzado en algún trabajo pendiente. Las mujeres hasta bien entrado el siglo XX eran asociadas a la casa y a la
familia; su función era encargarse
de forma exclusiva a la organización doméstica, y en ambientes rurales también
al trabajo del campo; dedicadas al cuidado y atención del esposo dentro de una
atmósfera de obediencia y sumisión. Madrugaban a ir a los templos, donde
permanecían por horas antes del almuerzo. Se veían en un trabajo espiritual.
Eran parcas en el uso de la palabra. Eran pues, una masa de personas que no se
quedaban en las puertas charlando a topa tolondra, sin advertir que impedían la
salida de los demás. La familia era vista como una estructura reproductora
de relaciones de propiedad y de dominación. Era una institución fundamentada en
deberes tradicionales impuestos por la burguesía y la religión; donde
prevalecían los intereses familiares desconociendo la realización de cada
individuo.
Desde
luego, aún existe la familia tradicional, conservando algunas características
de la antigua, pero adaptándose de una manera más flexible a los cambios
modernos. Se trata de la familia conformada por padre y madre heterosexuales,
casados por la iglesia católica, con hijos y en la que los roles están bien
definidos. Las características de esa familia tradicional o clásica aún se
conservan.
Sigamos,
despachados los hombres de la casa, después del almuerzo, la madre de familia empezaba
a cumplir las tareas de enseñanza a las niñas, en la costura, bordados, flores
hechas a mano, canto y guitarra, porque el piano era propio de las familias
favorecidas de la suerte. Al atardecer,
era costumbre recibir las visitas de familiares y de amigos de calidad,
entreteniéndose con historias y anécdotas diversas. Todo ello, teniendo considerando
que eran horas de labor intelectual, apreciadas como parte del tiempo mejor
aprovechado. Muchos de esos distinguidos
patricios y matronas, contribuyeron en gran parte al cultivo y desarrollo del
frondosísimo árbol del hogar doméstico que con buenas virtudes dio óptimos
frutos y que con legítimo orgullo de generaciones futuras fueron dignas
sucesoras.
Los
hombres caminaban la ciudad pasando revista a las muchachas, que eran puntuales
para asomarse a los balcones y ventanas de sus casas para presenciar el desfile
de los galanes contestando los saludos. Conversaban a gritos, dándose cita para
el próximo baile o paseo. En una palabra, decían y hacían todo aquello que cae
bajo el dominio de la buena educación que, en ese en esa época, servía para
asomarse a ellos las bonitas y las feas; las jóvenes y las viejas. Dando así, constante
animación a las antiguas desiertas calles coloniales.
Una
costumbre invariable en Popayán, era rezar el rosario después de las siete de la noche, presidido por el padre o la madre
de familia, en los oratorios hogareños donde lucían toda la corte celestial con
imágenes quiteñas y cuadros o estampas españolas.
En
cierta ocasión, cercana a la Cuaresma quiso un padre de familia conocer los
adelantos de su servidumbre, preguntando: ¿Cuántos dioses hay?
-Siete
mi amo, le respondió.
-
¡Cómo que siete!
-Si
mi amo, vea: ¡Dios Padre, uno; Dios Hijo, dos; Dios Espíritu Santo, tres; tres
personas distintas, seis: y un Dios verdadero, ¡siete!
Civilidad:
Con el paso de los años se nota la transformación que ha
tenido la familia, en sus costumbres valores y educación.
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