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domingo, 27 de junio de 2021

Tristeza de ciudad


 

Aquí nací, estudié y, mi último deseo es que, aquí mismo, reposen mis restos, porque amo entrañablemente a Popayán. Pero me invade la tristeza, aunque, lo importante es la frecuencia, intensidad y duración del desconsuelo. No es lo mismo la tristeza de todos los días, acompañada de irritación e ideas desesperadas, que la tristeza ocasional sin ideas dramáticas cuya duración es de pocos minutos. Lo angustiante es la indiferencia de los habitantes de mi ciudad, que generan subidas y bajadas de estrés, tras la mirada gris de una vida escéptica a todo, de un “no me importa”, actitud donde la empatía está ausente y los vínculos de afecto también.

Lo que quiero decir, es que Popayán ya no es la misma, desde hace 38 años. Cuando mucha gente tomó la decisión de abandonar su lugar de origen, y otras que llegaron buscando nuevas oportunidades en esta hermosa ciudad con ilusiones de trabajo o estudio. Sin equívoco, para muchos, el terremoto de 1983, convirtió a Popayán, en la ciudad predilecta para encontrar una familia, un trabajo, y unos amigos. Bienvenidos, los que llegaron a quedarse para siempre en el ideal de una ciudad imaginada. La que soñamos los raizales como una urbe ordenada, moderna, limpia, con cultura ecológica y conciencia histórica, con tránsito moderado y ciclo vías por toda la ciudad; con ciudadanos de diversas visiones e identidades culturales conviviendo en armonía bajo el influjo de la interculturalidad y una eficiente seguridad ciudadana.

Pero, cuando despierto de esa ilusión, mi amada Popayán se convierte en una desazón porque la realidad supera la fantasía. Me encuentro una ciudad acosada por los excesos del “desarrollo”: seriamente contaminada, caótica, violenta, informal e insegura. Transformada en un gran mercado de bienes y servicios, donde el consumismo desenfrenado penetra en una espiral irracional e insaciable. Con profundas brechas de desigualdad social, coexistiendo para mal de las categorías socioeconómicas conocidas.  Una Popayán de migrantes (cosmopolita) Con una cultura de poder profundamente arraigada por la corrupción, la impunidad, la iniquidad. Una ciudad, frenética y frívola donde proliferan las malas costumbres y excentricidades, inundada por la cultura del dinero fácil. Entretanto, los ciudadanos de bien prefieren esconderse de la ciudad, sin aliento. Ciudad, fuera de tiempo. Ciudad de disturbios (bloqueos y marchas), de temblores, de terremotos (chismes y calumnias), ciudad de robos, ciudad de violaciones, de asesinatos, ciudad de papa-bombas y de fuego contra los muros coloniales, ciudad de enfermedades peor que el cáncer (calumnias y odios) de hambre de poder; ciudad de aislamientos, de derrota y de rendición. Ciudad de la mofa e irrespeto por la ley y sus autoridades, como factores de inseguridad y transgresión de ella, empeorando cada vez más la situación.

Cuando regreso a casa, ya no por las solariegas calles sino por las caóticas avenidas, reflexiono: escribo cuatro artículos mensuales, desde hace veintitantos años, pero quería confesarme. Respiro y medito un poco. Ya lo hice, y digo: Popayán fue grande cuando había gente.

Popayán ha cambiado, eso dicen y es cierto. Pero no matizan lo que ha sucedido. ¡Sí cambió!; pero de ubicación dentro del panorama nacional, ya no es “el altar de la patria”. Por si acaso no entendieron, el deber de todo buen ciudadano es servir y no destruir.  Nos despojaron de los más grandes y sublimes valores para reemplazarlos por una cascada de empalagosos y desenfrenados “derechos”. En este espacio llamado Popayán ya no existe el orden como base para que podamos convivir como humanos. Perdimos el respeto en general, que empezaba en la infancia. Aunque digan que educan a los hijos dentro de las normas y límites, encontramos adolescentes desobedientes, con dificultades para asumir responsabilidades y cumplir normas. Y con actitudes desafiantes y retadoras ante la autoridad de los padres. La falta de respeto, un mal de estos tiempos. Lástima, mi amada ciudad, epicentro del mal, con la ‘costumbre’ de no respetar nada ni a nadie.

Las carencias educacionales han hecho que muchas personas no sepan guardar las normas básicas de convivencia. Ojalá algún día se retomen los principios morales y éticos en los hogares y en las escuelas. Que vuelva el respeto, en su acepción de aceptar, cumplir y, obedecer a la autoridad. Que la razón principal de obedecer a las autoridades, cualquiera que fuere:  un padre, una madre de familia, profesor, árbitro, gerente, o un gobernante, porque en ellos reside la responsabilidad de cuidar el orden. Que se respete a la autoridad porque se obedece a la ley. El irrespeto a las disposiciones gubernamentales de no salir de casa primero y, luego al toque de queda han sido el factor principal para que el país tenga el mayor número de contagios y muertos per cápita por coronavirus. Obedezcamos la ley, y solamente a la ley, según Montesquieu: “siempre que sea justa, y albergue la seguridad y el bienestar de todos”. Que reine la ley desde el hogar, para que se aprenda que nadie puede ser vejado en su dignidad humana.

Civilidad: Adán y Eva desobedecieron y se rebelaron; desde entonces, somos insurrectos.   

 

 

 

 

 

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