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sábado, 5 de octubre de 2024

Añoranzas de la infancia

 


Popayán del alma y, yo, somos antiguos. Mi añosa ciudad perdurará siempre, cargando sus años. En mi larga existencia, he pasado por dos siglos, tres papas, dos reyes y, una pandemia sobre mis hombros. Mis viejos amigos, unos achacosos en sus cuarteles de invierno, ya no salen a la calle. Otros viajaron hacia la infinitud.  En estos tiempos, los matrimonios de hoy, ya no quieren tener hijos, adoran las mascotas.  De lo más recóndito de mi memoria y, por comentarios que sugieren que la tradición oral regional no debe echarse al olvido, decidí escribir este compendio.

Hasta mediados del siglo XX, la bacinilla, recipiente en forma de tazón gigante, no podía faltar debajo de la cama para poder utilizarla de noche, cuando no había dentro del cuarto un baño. En las goteras de Popayán, no había energía eléctrica, de allí, el uso de lámparas de kerosene y Coleman de gasolina. Los mejores momentos de la vida nada tenían que ver con el dinero. Las canchas de futbol eran los potreros y las calles. La muchachada estaba expuesta a la “bola”, con  “tombos” de bolillo en mano que asustaban por las quejas del vecindario por los vidrios rotos de sus ventanas; pero, igual, seguíamos jugando hasta cuando nos hacía entrar el grito sagrado: “adentrooo”  

¡Infancia increíble! con pantalón corto hasta los 18 años. Acudíamos a lugares permitidos solo para menores de edad. La educación en esos bellos tiempos, era con profesores dedicados a enseñar sus conocimientos, eran verdaderos sabios con disciplina. Un mismo profesor enseñaba materias diversas con el arte de la retórica y la oratoria, buscando mediante la palabra el fin de persuadir. Los castigos eran desde simples orejas de burro sobre la cabeza en el rincón del salón mientras el maestro continuaba la clase; hasta los más bruscos, arrodillado sobre piedras y el azote con ramas sin hojas. Y también, leves castigos, haciéndonos llenar planas, escribiendo: “No debo hablar en clase”.  El maestro era una figura que ejercía su noble autoridad. Normas estrictas que llegaban, incluso al ámbito familiar.

Tiempos en que metíamos hasta la cabeza para sacar del carrito una paleta de helado de cinco centavos. Había criterios para controlar la edad de las personas que asistían una sala de cine: “apta para mayores de 18 años”. La boleta valía 20 centavos, para ingresar a los teatros: Municipal, Popayán, Valencia y Bolívar para ir a ver a Tarzán (Johnny Weissmüller) acompañado de “Chita”, llamando a Jane, su esposa, con armoniosos alaridos.  Veíamos desternillados de risa al cómico mexicano “Cantinflas”

Extraordinario, despertar un domingo a las 7 de la mañana, con la familia, todavía en pijama, reunidos en la sala, todos rodeando con alegría el televisor, aparato que cambió el mundo de la comunicación. TV en blanco y negro, años 60 muy diferente, no solo en cuestión de tamaño. Había que esperar la imagen, que, no se prendía al instante, había que esperar a que los bulbos se calentaran para que apareciera la imagen y el sonido. En aquel tiempo solo había un teléfono fijo en cada hogar, el antecesor del celular. Cuando timbraba el teléfono en casa, todos corrían, diciendo: “es para mí, estoy esperando esa llamada”. La manera de bloquear una llamada, era dejarlo descolgado, tu, tu, tu, tu...  

Los elementos correctivos que usaba mi madre, era, el rejo de tres patas que siempre se perdía; pero que aparecía, no por arte de magia, sino a punta de chancleta.

Civilidad: Evocando la infancia, echando al olvido la vejez.

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