Popayán del alma y, yo, somos
antiguos. Mi añosa ciudad perdurará siempre, cargando sus años. En mi larga
existencia, he pasado por dos
siglos, tres papas, dos reyes y, una pandemia sobre mis hombros. Mis viejos
amigos, unos achacosos en sus cuarteles de invierno, ya no salen a la
calle. Otros viajaron hacia la infinitud. En estos tiempos, los matrimonios de hoy, ya
no quieren tener hijos, adoran las mascotas.
De lo más recóndito de mi memoria y, por comentarios que sugieren que la
tradición oral regional no debe echarse al olvido, decidí escribir este
compendio.
Hasta mediados del siglo XX,
la bacinilla, recipiente en forma
de tazón gigante, no podía faltar debajo de la cama para poder utilizarla de
noche, cuando no había dentro del cuarto un baño. En las goteras de Popayán, no
había energía eléctrica, de allí, el uso de lámparas de kerosene y Coleman de
gasolina. Los mejores momentos de la vida nada tenían que ver con el dinero.
Las canchas de futbol eran los potreros y las calles. La muchachada estaba expuesta
a la “bola”, con “tombos” de bolillo en
mano que asustaban por las quejas del vecindario por los vidrios rotos de sus
ventanas; pero, igual, seguíamos jugando hasta cuando nos hacía entrar el grito
sagrado: “adentrooo”
¡Infancia
increíble! con pantalón corto hasta los 18 años. Acudíamos a lugares permitidos
solo para menores de edad. La educación en esos bellos tiempos, era con
profesores dedicados a enseñar sus conocimientos,
eran verdaderos sabios con disciplina. Un mismo profesor enseñaba materias diversas con el
arte de la retórica y la oratoria, buscando mediante la palabra el fin de
persuadir. Los castigos eran desde simples orejas de burro sobre la cabeza en el
rincón del salón mientras el maestro continuaba la clase; hasta los más bruscos,
arrodillado sobre piedras y el azote con ramas sin hojas. Y también, leves castigos,
haciéndonos llenar
planas, escribiendo: “No debo hablar en clase”.
El maestro era una figura que ejercía su noble autoridad. Normas
estrictas que llegaban, incluso al ámbito familiar.
Tiempos
en que metíamos hasta la cabeza para sacar del carrito una paleta de helado de
cinco centavos. Había criterios para controlar la edad de
las personas que asistían una sala de cine: “apta para mayores de 18 años”. La
boleta valía 20 centavos, para ingresar a
los teatros: Municipal, Popayán, Valencia y Bolívar para ir a ver a Tarzán (Johnny Weissmüller) acompañado de “Chita”, llamando a Jane, su esposa, con
armoniosos alaridos. Veíamos desternillados
de risa al cómico mexicano “Cantinflas”
Extraordinario,
despertar un domingo a las 7 de la mañana, con la familia, todavía en pijama,
reunidos en la sala, todos rodeando con alegría el televisor, aparato que
cambió el mundo de la comunicación. TV en blanco y negro, años 60 muy diferente,
no solo en cuestión de tamaño. Había que esperar la imagen, que, no se prendía
al instante, había que esperar a que los bulbos se calentaran para que apareciera
la imagen y el sonido. En aquel tiempo
solo había un teléfono fijo en cada hogar, el antecesor del
celular. Cuando timbraba el teléfono en casa,
todos corrían, diciendo: “es para mí, estoy esperando esa llamada”. La manera
de bloquear una llamada, era dejarlo descolgado, tu, tu, tu, tu...
Los
elementos correctivos que usaba mi madre, era, el rejo de tres patas que
siempre se perdía; pero que aparecía, no por arte de magia, sino a punta de
chancleta.
Civilidad:
Evocando la infancia, echando al olvido la
vejez.
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