¡Gracias
Dios por el milagro de la vida! Esta es la confesión de un octogenario cuando no
hay marcha hacia atrás. El reloj se
para, pero nunca se devuelve. Sigue marcando el tiempo, pero no se puede
devolver al pasado.
Con la vida
concentrada en el presente y en la cosecha de canas, no vivo solo. Me acompañan
Dios y la Virgen Santísima, en medio de mis recuerdos, que se hacen más trasparentes
al cumplir años. Gozo del envejecimiento saludable con equilibrio emocional,
rodeado del cariño y el apoyo de hijos, nietos, bisnietos y de otras personas
más. Así que, en la vida uno puede actuar como
un merengue o como un resorte de acero.
¡La vida
es bella, aunque a veces duele! El
tránsito a la eternidad del ser amado de toda la vida, cuando más falta nos hace,
es doloroso y perturbador. Ese síndrome del “nido vacío”, es el instante de la
vida que más duele. ¿Quién no ha sentido alguna vez que la vida duele? Dicen que, el tiempo, sana todo ¡No es cierto!,
los males se pueden superar más no la adversidad.
Con los
golpes que da la vida, se asimilan las emociones. En la juventud aprendemos a
caminar y, en la ancianidad, con la cabeza inclinada, damos pasos seguros para ganar
la última meta: la tumba. Esta es la confesión de un viejo que ya tiene escaso
auditorio. En las largas calendas, uno se vuelve experto en el manejo de las
emociones negativas. Los achaques mal manejados de la vejez no son para nada
seductores. Pero, se la goza siendo más feliz, escribiéndolos que sintiéndolos.
¿Cómo? con actitud mental positiva. Si la edad lo jubila, no hay porque
retirarse, enterrándose en
vida, convirtiéndose en un viejo triste. Hay que entender que cargar
bajo el brazo una carpeta, con un juego de radiografías e historias clínicas,
es propio del desgaste de la maquinaria interior. La naturaleza es sabia al producir
cambios con el paso de los años.
¿Cuándo se
llega a la vejez? cuando se quiere más a las pantuflas que a los zapatos de
baile. Cuando se cumple el papel de la cenicienta, llegando a casa antes de las
doce; cuando se libra de la tiranía del sexo y, cuando la razón enseña que con
la vejez se practica la sabiduría.
Después
de este desahogo, pregunto: ¿se resignaría usted amable lector a ser un pobre
viejo? ¿Un anciano sin sueños, sin proyectos? ¿Quiere quedarse sentado esperando
la muerte?
¡No!
Entonces, resucite y, nunca olvide que a los 80 o más años, es siempre mejor
mirar la vida por el parabrisas que por el espejo retrovisor. Quienes
tenemos el infatigable privilegio de pertenecer a esa pequeña y selecta minoría
de sobrevivientes, el corazón
no envejece, muere dejándolo entre ruinas. Pues, la senectud es una recompensa por
haber llevado una vida sana. Con ella, se aumenta el grado de libertad para
expresar opiniones sin temor a incomodar a nadie.
Civilidad: Quienes
tienen la dispensa de alcanzar una longevidad placentera en el bello crepúsculo
de la vida, sáquenle, en sus últimos años, jugo hasta el final ¡No hay que
parar hasta los 90!
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