Desde
cuando el Dr. Guillermo Alberto González Mosquera (q.e.p.d.) me pidió que
escribiera una columna, disfruto del placer de escribir. Todos tenemos algo que
escribir, aunque sea de nosotros mismos, me dijo hace 25 años. Y aquí me
tienen, sin fallar un solo día con mi escrito dominical.
Con
el paso de los años, aprendí de la escritura creativa y propositiva con la
práctica de redacción clara y bien estructurada. Soy un apasionado escribiendo sobre
mi amada ciudad, porque es escribir sobre nosotros mismos. Al fin y al cabo, la
ciudad en que vivimos, la que habitamos, acaba formando parte de nuestra
identidad. No hay duda, que, al interactuar durante un tiempo largo con ella,
inevitablemente se
vuelve parte de nuestro ser. Es mucho, lo que podemos decir sobre mi venerada
Popayán. Su pasado y su silencio. El presente con sus ruidos. Sus crepúsculos al caer la tarde. La
sociedad y su suciedad. Su estructura colonial con el arreglo de los adefesios
que no edificios. Escribir de todo cuanto nos rodea y las múltiples
características que nos moldean según su antojo. Podría escribir muchas
líneas para relatar los valores naturales de este excepcional terruño en el que
moramos y que absorbemos de ellos, en la obligación presente más larga que de
costumbre conforme nos encontremos. Escribir sobre la corrupción que cada vez se vuelve más profunda y peligrosa.
Lo positivo es condenado y las cosas negativas son más respetadas por el mundo.
La humanidad se volvió más del lado de la maldad.
Escribo tejiendo ideas en la urdimbre de mi mente tratando
de adornarlas, pero una vez salen de mi computadora hacia el “Nuevo Liberal”,
la historia deja de pertenecerme, y el lector puede darle una interpretación
diferente a la que yo pretendía. En mi
mente hay textos más duros en los que como escritor debo ir más al grano, y
otros tantos, que me permiten divagar más, irme y volver. Dar vueltas al estilo de paseo por las hidalgas calles
de Popayán. Así que, prefiero abordar
espacios desde planos muy diferentes: el histórico, el real, el político en el reino imaginario
de esta encantadora ciudad. Me solazo escribiendo sobre sus hidalgas calles,
sus caserones y portalones. En general termino regresando
siempre a los mismos puntos. Son
lugares que me hablan directamente. Para algunos
pueden ser feos, pero yo siempre les encuentro la belleza, lo que denomino el
perfil de mi ciudad. Escribo para agradecerle a la capital del Cauca, el
altísimo honor de haber nacido, crecido y estudiado en su rumoroso recinto
universitario. En mi cuarto de siglo escribiendo, he llevado de la mano a mis
hijos y a mis nietos, en ese filial proceso de devolverle el mérito a la bella
ciudad pubenzana decretándole la mayor admiración y amor por ella con cierto
fervor contemplativo. Algo que tiene que ver con mi personalidad. En
definitiva, escribo sobre los lugares que hablan de la historia de mi bien
amada ciudad, pero que también configuran su presente. Y, al igual que lo hago
escribiendo sobre mi ciudad y sus entrañas, también se mostrar la parte menos
turística, menos agradable.
Y quizás, algo que también
tiene que ver con mis escritos, me obliga a ficcionar muchas veces en el
caminar de la vida, en el intento de contar mi propia biografía. Escribo de la mujer que amé, mi
compañera en el vuelo de la vida. De allí que, en los últimos tres años, haya escrito
ante la imperiosa
necesidad de liberar mi interior, para poner en orden mis pensamientos, pues escribiendo, combato la soledad en
medio de la gente que me ayuda a comunicarme con los demás. Escribo en la línea
divisoria entre el bien y el mal, franja gris cada vez más ancha y eso es
inadmisible.
Civilidad: Escribir en oración, sin perder nunca la
fe, porque las moléculas se fusionan con el todo; pues creer en Dios hablándole,
nos responde y nos ayuda.
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