Ruego a mi musa concederme la
ayuda para iluminar estas letras para mis respetados lectores. Empiezo por el
principio. He tenido un sueño feliz. En alucinaciones nocturnas, me vi caminando
por las calles de esta hermosa ciudad, En azaroso afán, he visto el ingenio de
innúmeras gentes arrasando las calles en estos tiempos aciagos y no de épocas vencidas.
Calles empedradas para caballeros de alegre alcurnia; todos andantes, unos a
pie y otros a lomo de lánguidos caballos. Entre tinieblas, aparecieron los venteros, desconociendo
a Don Quijote que, a Sancho, decía: -dime hábil varón, en este largo extravío, a
que me has traído- respondiéndole: -no es nada, solo sé que estás algo abrumado
por tus adoloridas costillas ante semejante trato-. Los he visto llegar, dolidos por las
calamidades de sus prójimos y ante el desamor a este aposento.
Angustiado
he visto, en este discreto y sagrado lugar, a la mala ventura aquí establecida,
luchando entre sí mismos y por su vida, sin dar vuelta al hogar de donde
vinieron. Muchos de ellos no se salvan pese a todo su empeño. En medio de
tantas enajenaciones hallan la muerte insensatos conductores de carromatos tirados
por bueyes o máquinas volantes.
En mis
sueños delirantes, he sentido el dolor de la añoranza rondando a la ciudad bloqueada.
Así, el “caballero de la antigua figura”, siente el dolor, cuando el mal no se
cura. Penoso, en este valle de lágrimas, reprochando anualmente al catolicismo.
Afligidos flagelantes con centelleantes cirios en dolor solitario. Florecen los
geranios, más mis pensamientos se agravan ante el misterio étnico que por esta temporada
se volvió pésima costumbre. El dolor se
siente, cuando la ciudad nos duele en todo el cuerpo, porque el mal no se cura,
sino que madura. En medio de tanto
trastorno, más lúcido quisiera estar para escribir el secreto de la ciudad
fecunda, viéndola como madre para unos y madrastra para otros.
Bien
conozco, la gallardía de Popayán que, en el cogote, incluso hasta su nariz,
recibe a gentes empujadas por migraciones peligrosas. Las recibe esta amable
tierra, sin hacerles comprender, ni siquiera mirar, este suelo más de lo que
ella deseara. La bendita villa, igual hospeda al humilde arriero que al
acaudalado ganadero, con muchas ventajas, que en lo sutil parece una colcha de
retazos. Sus hilos ya quisieran contar sin perder la cuenta. En estos lares, nadie padece de hambrunas ni
siquiera catastróficas; pero si la ahoga el canibalismo y los desórdenes
civiles. Frecuentes son ventiscas y, tempestades, que igual azotan, tanto más
que el modernista cáncer. Dolor de amor se siente cuando la ciudad nos duele.
Mis relatos
novelísticos, más allá de Don Quijote, otra mancha queda, debajo de sus
campanarios de arena y cielo ¡Quien pudiera poner un granito ante tanto hielo!
Diciendo
queda dicho, ahora en sueños, veo la civilización en marcha, con quejas y ayayayes.
Reniego y me levanto de mi lecho. Lanzo, setenta suspiros quedando agobiado. He
recorrido la ciudad abandonada por la demasiada libertad que hoy tiene la gente.
Mal hablada y, sin sensibilidad en este valle pubentino. Desvela a la pálida ciudad,
rayos del sol alumbrando su hueco financiero. En hombros de sus pobladores, aquellas
visiones desconocidas, sus tributos adeudan. Egoístas ellos, pues, Popayán, albergue
les da. Y, como todo no puede ser ficción, hoy mis ideas aquí les dejo. ¿Que se
ha de hacer para que su desgracia no pueda ser? Cabalgar de otra forma para que
lustrosa vuelva ser. Forzoso debe ser, incentivos crear. Sin susurrar, cruzadas
de estímulos, la autoridad ha de imponer, regulando el reino de los vivos. Así,
por ejemplo, carruajes contaminantes de lejanas urbes, matricularlos acá para denarios
también recaudar; porque, en exceso, por las empedradas calles los vemos aquí
rodar.
Civilidad:
El
ciudadano de bien, con una mano puede exigir y, con la otra debe dar.