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domingo, 17 de septiembre de 2023

Reminiscencias de la infancia

 


Escribo este artículo porque mi Popayán del alma, como yo, también se volvió viejo.  He vivido en dos siglos, con tres papas, dos reyes y, una pandemia. Mis viejos amigos, unos achacosos ya no salen a la calle y, otros viajaron hacia la eternidad.  Los matrimonios de hoy, ya no quieren tener hijos, adoran las mascotas.  Por eso, decidí escribir este compendio sacado de lo más recóndito de mi memoria y de unos cuantos comentarios que sugieren que la tradición oral regional no debe echarse al olvido, debe escribirse.

Estos apuntes para narrar que, hasta mediados del siglo XX, la bacinilla, recipiente en forma de tazón, empleado para recoger los excrementos, sólidos y líquidos, no podía faltar debajo de la cama para poder utilizarla de noche, cuando no había dentro del cuarto un baño. En las goteras de Popayán, no había energía eléctrica, de allí, el uso de lámparas de kerosene y las Coleman de gasolina. Los mejores momentos de la vida no tenían nada que ver con el dinero. Las canchas de futbol eran los potreros y las calles, por lo que muchachada estaba expuesta a que la “bola”, con los “tombos” de bolillo en mano, nos corretearan. Claro, por las quejas del vecindario afectado con los vidrios rotos de sus ventanas; pero, igual, seguíamos jugando hasta cuando nos hacía entrar el grito sagrado.

¡La infancia fue increíble! Usábamos pantalón corto hasta los 18 años, así acudíamos a la escuela y a lugares permitidos solo para menores de edad. La educación que se impartía en esos bellos tiempos, era con profesores que se dedicaban a enseñar sus conocimientos con fines prácticos; eran verdaderos sabios con disciplina. El mismo profesor enseñaba materias muy diversas utilizando el arte de la retórica y la oratoria, buscando mediante la palabra el fin de persuadir. Los castigos pasaban desde simples orejas de burro sobre la cabeza o ponerse en a un rincón del salón mientras el maestro continuaba la clase; hasta los más bruscos, como arrodillarse sobre piedras y ser azotados con ramas sin hojas. Y también, los más leves castigos, haciéndonos llenar planas enteras, escribiendo: “No debo hablar en clase”.  El maestro era por lo general, una figura que ejercía una notable autoridad, con normas estrictas que alcanzaban incluso al ámbito familiar.

Eran tiempos en que metíamos hasta la cabeza para sacar del carrito una paleta de helado de cinco centavos. Existían criterios para controlar la edad de las personas que asistían una sala de cine, decían: “apta para mayores de l18 años”. La boleta valía 20 centavos, para ingresar a los teatros: Municipal, Popayán, Valencia y Bolívar para ir a ver a Tarzán (Johnny Weissmüller) desnudo mostrando a “Chita” y llamando a Jane, su esposa, con armoniosos alaridos.  Veíamos a la inocente Cenicienta llegar a las 12 de la noche sin zapatillas.

Imagínense lo extraordinario, despertar un domingo a las 7 de la mañana, con la familia, todavía en pijama, reunidos en la sala para ver los programas; todos rodeando con alegría al televisor, aparato que cambió el mundo de la comunicación. El televisor en blanco y negro de los años 60 muy diferente a los de hoy en día, sobre todo en cuestión de tamaño. Había que esperar la imagen, pues, no se prendía al instante, había que esperar a que los bulbos se calentaran para que unos segundos después apareciera la imagen.

En aquel tiempo solo había un teléfono fijo en cada hogar, conocido como línea fija, teléfono de casa. Fue el antecesor del móvil de línea celular, que utiliza ondas de radio para la transmisión. Cuando timbraba el teléfono en casa, todo el mundo corría: “es para mí, estoy esperando una llamada” exclamaban. Y, la manera de bloquear una llamada, era dejarlo descolgado, tu, tu, tu, tu.  

Las armas mortales que usaba mi mamá para corregirme, eran la correa, el rejo de tres patas que siempre se perdía; pero que me ponían a buscarlo, “porque tiene que aparecer”. Aparecía, no por arte de magia, sino a punta de chancleta.

Civilidad: Evocando la infancia para echar al olvido la vejez.

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