Levanto la mirada al cielo agradeciendo haberme
permitido nacer en este terruño de mis amores. De verdad, es una bella ciudad. Podríamos
disfrutarla mejor si la agitada vida diurna y nocturna nos permitiera conocer
su pasado glorioso. Tengo el privilegio de haber pisado sus calles empedradas y
de conocer la “aplanadora”, máquina de carbón que rejuveneció la vieja Popayán.
Muy cerca del centro histórico, de esta ciudad moderna, se erigía la imponente “estación
del ferrocarril”, construida en 1924, que dejó llegar el tren hasta 1967. Siete cuadras
abajo del centro, también disfruté de las ricas historias de la plaza de toros
“Francisco Villamil Londoño”, de autentico tipo español, con capacidad para
6.500 espectadores. Lástima grande, hoy en ruinas, en proceso liquidatorio
desde hace varios años.
Como escribo, no faltará quien diga: “es hora que Popayán, deje de vivir
su historia y empiece a evolucionar, es necesario un cambio” Entonces, para agrado
de quienes esto pregonan, ciertamente, la ciudad cambió. Modernizaron las techumbres
de teja por Eternit. Surgieron racimos de niños mendigando limosnas en la calle.
Cambiaron los carteles pegados con engrudo en las esquinas que invitaban a
funerales o funciones de cine por estruendosos anunciantes motorizados. Cambiaron
los bronces de “Pare” por semáforos invadidos de saltimbanquis. Motociclistas
como verdolaga en plaza, posesionados de las esquinas sin permitir ni el
tránsito ni la visibilidad. Florecieron ávidos vendedores extendiendo sus mercaderías,
junto a soñolientos habitantes de calle, invadiendo los andenes para peatones. Y
como estatuas, jóvenes policías embebidos de su celular olvidando su oficio.
Cómo quisiera, en esa ciudad de leyendas, caminar las
calles de antaño, para echar una mirada al pasado colonial; aquel trayecto que
para los escolares era una legítima clase de historia. Claro, cuando no
existían el internet ni el celular. Era la arcaica ciudad, pensada para el
descanso para viajeros que iban y venían del cono sur con destino a la corona
española. Aquella ciudad, que, durante más de un siglo, grandes terratenientes
la hicieron prosperar de la mano esclava; pero que, al ser abolida la
esclavitud por la Ley del 21 del año 1851, sancionada por el presidente José Hilario
López, declarando libres a todos los esclavos que existieran en Colombia, se
quedaron sin brazos.
Desde entonces, Popayán sobrevive en constante
promesa de cambio. Prosperidad que se desvanece a cada instante, cohabitando sus
pobladores como esclavos blancos. La ciudad no puede ser reconocida como una
urbe de vanguardia, por sus investigaciones ni por el desarrollo de las
tecnologías, ni por su inteligencia; aunque en cada esquina tenga una
universidad y una iglesia. Los
ventanales que antes miraban hacia la calle, ahora lo hacen hacia adentro.
Popayán, ya no es ese pueblo colonial, de casitas bajas y pajizas, plazas
pequeñas, calles empedradas, portalones con grandes aldabones. Las cambiaron,
por el inmobiliario residencial que está en pleno auge. Le trocaron su
tradicional nombre por la etiqueta de “capital blanca” ¡Cambió la ciudad! Ahora posee muchos comederos de comidas
extranjeras. Popayán tiene comensales para todos los gustos: comida mexicana, órale,
tacos, Pizza, hot dog, sushi…, la ciudad se transformó. Vivimos un panorama totalmente distinto.
Civilidad: Cali y Popayán, conectadas a la montaña por una vía
de alto riesgo y en pésimo estado.
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