Avergüenza
lo que se ve y, oye, tanto, adentro como afuera de las cárceles de Colombia. Se
sabe que bandidos de toda laya, no todos van a las cárceles, porque son de
“cuello blanco”, con el privilegio de “la casa por cárcel”. A sus anchas,
porque no hay suficientes controles ni funcionarios para hacer cumplir el
“encierro”, con todas las garantías. Y los famosos brazaletes de seguridad para
arresto domiciliario, no son más que adornos invisibles. Las cárceles de
Colombia son universidades del hampa, desde donde se aprende a delinquir
digitalmente. La cárcel es el lugar
de aprendizaje de nuevos delitos. Las hay de diferentes categorías, de
“alta seguridad” de donde es factible fugarse dependiendo de la capacidad
económica del delincuente que se pasea como “Pedro por su casa” con servicios
incluidos: TV, confortable habitación y alimentación y hasta con seguridad
privada. Además, con permisos frecuentes a la calle, casos se han visto
bartoleando por centros comerciales. Pero, claro todo privilegio tiene un
precio ¡Qué tal!
La
estratificación social dentro de los presidios es una verdad de a puño. Y las
diferencias se notan. Montoneras de presos en los patios, corredores y espacios
donde dormitan. El hacinamiento humano permite desarrollar sin escrúpulos
diversas relaciones de sexualidad. No
tener cómo pagar protección o lugar donde dormir puede ser un riesgo para su
integridad. Proliferan las riñas, disputas por la frontera de espacios, se
conforman pandillas para extorsionar desde los celulares a comerciantes,
ganaderos y personas con algún patrimonio, convertidas en “clientes” para
obtener sus ganancias, aunque estén confinados.
Esto
y mucho más, se realiza en connivencia con guardianes, carceleros, cuya
infraestructura, además es deficiente. El número
de funcionarios disponibles en planteles penitenciarios es bastante bajo (17.000
personas) en relación con el número de presos que aumenta exponencialmente
al igual que las necesidades del sistema. Este
número no garantiza una adecuada gestión penitenciaria y un trato digno a las
personas detenidas. Pero, aunque hubiera presupuesto para crear nuevas plazas
de guardianes, siempre habrá necesidad de nuevas cárceles y más personal para
atender los reclusos que crecen a diario. Una de las grandes problemáticas, es
el hacinamiento en los establecimientos penitenciarios. Colombia tiene 138
centros penitenciarios para 97.397 privados de la libertad que le cuestan al
Estado 3 billones de pesos anuales. Alarmante la ausencia de infraestructura
apropiada para cumplir con los fines resocializadores de la pena, no es noticia
nueva. ¿Colombia debe seguir construyendo cárceles? ¿Se invierte presupuesto
en políticas eficientes en prevención del delito?
Aquí
cabe recordar que entre 1954 y 1959 de aproximadamente 600.000 delitos
cometidos, tan solo 5.309 personas fueron condenadas y un número superior a
300.000 casos quedaron sin definición por parte de los jueces. La pésima imagen
que reflejaba el sistema penitenciario colombiano aumentaba la sensación de
inseguridad dentro del marco de violencia que vivía el país. Así pues, la
medida extrema que “solucionaría” esta situación era instalar un penal en un
lugar del que sería imposible escapar y que acabaría con todas las críticas a
la Dirección General de Prisiones y al Ministerio de Justicia. Para lo
anterior, con el Decreto Ley No. 0485 del 27 de febrero de 1960, en el gobierno
de Alberto Lleras Camargo (1958-1962), se abrió la prisión Gorgona. Este
gobierno, al apropiarse las islas con el pretexto de que al ser de la nación no
podían pertenecer a particulares –para ese entonces Gorgona le pertenecía a la
familia D´Cross y a los Payán–, ordenó erigir allí la prisión que debía cumplir
con ciertos criterios impuestos por él mismo: el aislamiento psicológico para
que se agravara el castigo y el máximo grado de seguridad.
Hoy
en día la situación sigue igual o peor. Prueba de ello, el amotinamiento y
posterior incendio en la cárcel de Tuluá, ocurrido el pasado 28 de junio,
dejando un saldo tenebroso de 51 muertos y una treintena de heridos. He allí,
un elemento de importancia para un efectivo proceso de rehabilitación del
delincuente, mediante escuelas correccionales y no en universidades del crimen para
combatir la ociosidad, donde se eduque al privado de la libertad en actividades
productivas, que les sirva dentro del penal para que encare los retos de la vida
en libertad.
Civilidad: La
prisión debe mantener al recluso con la mente ocupada, para cuando salga a la libertad,
sea un hombre culto y responsable.
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