Con amorosa deleitación escribo rindiendo homenaje a la
“Ciudad ilustre entre las ciudades de Colombia”. A mi bruñida patria chica, la que
ofrece amor del espíritu y perduración de su historia. Tras el paso de los
siglos, la más egregia ciudad de renovados dolores, de esperanza y de gloria
fenecidas. Benditas las palabras con que canto el nombre de mi amada ciudad. Cada vez que la veo así, aviva mi memoria su
pasado glorioso y enciende la llama del amor verdadero. Pese a su añoso tiempo y
al tiempo distinto que pasó, de nuevo la he visto inevitablemente hermosa. Su amor
al omnipotente es inseparable de la historia, conmemora y alimenta la fe en la
ciudad donde vivimos. Pues, no existe la felicidad sin amor. Si no pensamos
así, es mejor buscar otro lugar donde vivir.
El intenso amor perdura en mí agradeciéndole a la ciudad,
el altísimo honor de haber nacido, crecido y estudiado en el recinto
universitario del Alma Mater. Popayán, enmarcada en un paisaje único, de colores
inéditos mezclados con la luz y el limpio de sus paredes. Bella villa de puertas abiertas, donde es frecuente y común para quienes vivimos en esta parte del país, saludar y despedirnos
con cierta particularidad. Entre el símbolo blanco reluciente de sus muros de
barro, volvimos a repetir aquellas convenciones de uso: “Cuándo llegaste,
cuándo te vas”. En este filial propósito de gratitud, sólo hago justicia a un
probado merecimiento de la ciudad adalid del catolicismo, porque, “solo
mostrando lo que fuimos y lo que somos se podrá prever lo que seremos; sabiendo
de dónde venimos sabremos hacia donde vamos”.
En esta
ciudad de todos los colombianos, feliz me siento al poder disfrutar de los
recuerdos de Popayán, porque me hace vivir dos veces. En el otoño de mi vida
los recuerdos son mi mayor riqueza. Atrás quedó el
lúdico paréntesis del verano. Y es que, antes de tomar mi vuelo, no quisiera dejar tareas pendientes. Por eso, a mis lectores les propongo,
detenerse para admirar la ciudad paso a paso.
¡Ah qué grande es mi Popayán bajo la luz de sus
faroles!
¡Y cuán
pequeño es a los ojos del recuerdo! Para el amante el olvido es insoportable.
La memoria de la ciudad, es lo único que queda ante la inevitabilidad de un
desastre. De hecho, el olvido sería la verdadera muerte. Por eso, en mi amoroso
propósito, quiero dejarla entre renglones. Vuelvo a la memoria mía, que me trae
tristes recuerdos del patrimonio arquitectónico y las costumbres del Popayán
perdido. En la cámara oscura del recuerdo, toman un mérito singular, haciendo
perdurar su encanto. Quiero con ello, que ningún recuerdo, por insignificante
que sea, que no se apague nunca. Para mí, nada tan importante como los
recuerdos.
Solo pido a mi memoria que me ayude a recordarla siempre, en
el otoño de mi vida ya no puedo consentir que puedan olvidarla. Tu recuerdo es
perfume para mi alma. La historia de mi Popayán amado no puede borrarse ni
alterarse. Ello sería matarnos a sí mismos. Así dejo asomar mi anhelo
utópico de una pretendida inmortalidad que urge hacia atrás en una ilusoria recuperación
de la juventud de la Popayán arcaica.
No le temo al otoño de la vida, le temo al olvido. Como otoñólogo, he
comenzado a reconocer que ahora los jóvenes son otros. De allí, la obligación
biológica de delegar los atributos de mi juventud a mis hijos, nietos y
bisnietos a quienes les corresponde ejercer.
Cito a Alexander Pushkin, (1799-1837) quien sostiene: “No siento yo nostalgia de las rosas que marchitó el soplo de la primavera; me conmueven las uvas en las ramas, cuando maduran los racimos en la tierra”. Y también, a Alejo Carpentier, cuando afirma: “Andar una ciudad es desandarla, construirla y volverla a construir, mirarla hasta que ceda sus misterios, hasta percibir sus dimensiones en el tiempo. Todo lo cual desemboca, inevitablemente, en el amor, como necesidad del espíritu que se identifica con su entorno”.
Finalizo, invitando a practicar la gratitud, tornándonos más optimistas para sentirnos complacidos con la vida, logrando una mayor conexión afectiva con la ciudad, siendo más proclives a evidenciar, lo bueno de lo malo para pronunciar con frecuencia dos palabras: Gracias Popayán.
Civilidad:
Renunciar a la postura individualista frente a la
ciudad, en la que algunos creen merecerlo todo por el simple hecho de vivir en
ella.
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