Me remonto a la década del ‘50 –y un poco después también–, para narrar con añoranza el apogeo de las fiestas de verano que llegaban con los vientos de agosto. Hoy, por diferentes motivos no disfrutamos de esas celebraciones, que eran tradicionales durante agosto y septiembre. No había pueblo o vereda del Cauca donde no se llevará a cabo ese ambiente carnavalesco. Había trascendencia provincial con la participación de artistas locales con el objeto de conservar las tradiciones y usanzas. Reinados de belleza campesina, recitales folclóricos, espectáculos juveniles, músicos y cantantes, talleres culturales, festivales de danza, ferias agropecuarias, exposiciones caninas y de otros géneros, eran parte de las actividades que se desarrollaban a lo largo del mes de agosto y, hasta mediados de septiembre con muchos espectadores, para descubrir el verdadero espíritu de todo un pueblo.
Lástima
grande hoy, pese a tener el Ministerio de Cultura, solo podemos disfrutar la
herencia de las festividades de aquel momento histórico, leyéndolas solamente,
porque ¡con la punta del pie las desaparecieron!
En
el barrio del “Cadillal”, los vecinos se ponían de acuerdo para celebrar
fiestas cívicas y religiosas. Jugar a la vara de premios con una larga y gruesa
guadua, lo más recta posible que superaba los 10 metros, colocándole en la
punta una cruceta de madera para colgarle billetes, juguetes y ropa para que
treparan los participantes. Desde luego, el ascenso con pies descalzos en esa
vara embadurnada de grasa y, aceite quemado hacía resbaladiza la subida. La
gente se divertía viendo subir como palma y caer como cocos a los concursantes.
Entre tanto, la algarabía de los emocionados espectadores motivaba a los
competidores con vivas y gritos.
No
solo a fin de año sino también, en otras épocas como las de verano, sacaban las
vaca-locas, que no era otra cosa que, el esqueleto del cráneo de una vaca con
grandes cachos, enganchada a un armatroste de madera y, con cola de trapos embadurnados
de petróleo, que convertida en tea humana se voleaba entre la muchedumbre que
huía despavorida.
Arrancar
el pescuezo a un gallo vivo colgado de un lazo, era también tradicional en cada
fiesta de verano que nos legaron los conquistadores, traída en el siglo XVII a
América. Hombres a caballo, generalmente ebrios, trataban de arrancar la cabeza
de un gallo vivo. ¡Que ironía! hoy retumbaría el maltrato animal y, los
colectivos animalistas habrían hecho suprimir este acto denunciando tal
brutalidad; pues, esa forma de festejar en estos tiempos, heriría la
sensibilidad de los niños que acuden a verlo.
En
la parte más central de los pueblos, se llevaba a cabo la carrera de caballos en
la que los jinetes, debían conseguir arrancar la cabeza a los gallos colgados de
las patas. Se animaba la multitud, cuando un participante lograba
desmembrar al animal atado a un lazo que era tirado con habilidad por otro
vecino más embriagado que el jinete participante en la carrera de gallos de a
caballo. Acto seguido se reunían con sus familiares para
celebrarlo, portando la cabeza del animal en la mano levantada como
premio.
La
añeja Popayán, poblada en la conquista y la colonia por gentes venidas de
España, tuvo no solo en la ciudad sino en los campos una especial afición por
los gallos de pelea. Al igual que los toros de lidia con la riña de gallos, nos
trajeron la jerga típica de estos esparcimientos, llenos de vocablos
pintorescos y populares. No había un pueblo que no tuviera una gallera para
acudir a ver y jugar en una pelea
de gallos o riña de gallos que es un combate que se lleva a cabo
entre dos gallos de un mismo género o raza de aves denominada:
"aves finas de combate", propiciados por familias tradicionales para
su disfrute y apuestas. ¿Qué queda de aquellas viejas culturas y formas
de vida? ¡Vaya, qué tiempos aquellos Don Antonio!
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