En tiempos lejanos, cuando
las mujeres se vestían de mujeres, usualmente el pretendiente, le entregaba a
su enamorada, una carta de su puño y letra, donde le declaraba su amor, lo cual
hacía más serios los sentimientos de las personas. Si la declaración de amor
era aceptada por la novia, enseguida pedía la autorización a los padres para
formalizar el noviazgo. Pero, el novio era
recibido en la casa como miembro de la familia, solo cuando se había
formalizado el compromiso matrimonial.
En principio, el novio lo único que chupaba era
ventana y sereno, pues los papás solo permitían las visitas a través de los
barrotes de hierro. Cuando el proceso del noviazgo avanzaba, se admitía al
novio ingresar a la sala, pero nunca solos. Ante la presencia de alguien de la
familia que se turnaban para cuidar la conducta y moderación. En medio de dos
fuegos había siempre un campo de hielo para aclimatar el ambiente, representado
por la tía o la abuela. Mientras tejían, bordaban o cosían, al tac-tac de las
máquinas de pedal “Singer”, vigilaban esa asociación intima más allá de la
amistad. Si la
novia estudiaba, solo autorizaban las visitas los fines de semana, de 7:30 a
9:00 de la noche, administradas por los padres, eso sí, en sillas separadas.
Los besos en los labios no eran permitidos, solo se daban en la mejilla, en la
mano, o en la frente.
Eran estos los encuentros formales con propósito de
conocerse; y, si quedaban conformes en entablar la relación, se consideraba que
la pareja se ha había «ennoviado». Pero, cuando el novio no recibía la
aceptación de los padres de la novia, la pareja se daba sus formas para verse a
escondidas. Siempre había alguien en la
familia que apoyaba las citas de amor, aunque fuera por pocos instantes. Una de
ellas, era citarse donde la tía Rodelinda, quien además de modista, era la
alcahueta para los encuentros furtivos.
Antes, cuando existía el respeto
reciproco de la pareja, era costumbre cruzarse las fotos como un registro del momento
importante del noviazgo. Era otra fase del ritual porque había que ir a un
estudio: Foto Vargas, Venus, Ledezma o donde Ortiz para tomarse la fotografía
para entregarla a la novia, quien celosamente guardaba en la billetera en señal
de compromiso. Era especial, porque al abrirla delante de los demás, cuando
ambos señalaban: “somos novios”, ahí estaba la foto para probarlo.
En la época, cuando no había televisión, para ir a cine o a toros,
había que esperar hasta seis meses para invitar a la novia. Popayán tenía cinco salas de cine: el municipal, el
Popayán, el Bolívar, el teatro valencia, y el teatro Anarcos con películas
clasificadas por censura: “solo para mayores de l8 años”. Para entonces, las parejas nunca salían
solas; siempre estaba aquel hermano, la tía o la abuela que los vigilaba
constantemente.
Tampoco se aceptaba que una niña
se enamorara del hijo de padres militantes en otro partido político diferente
al de la novia. Los noviazgos de antes, venían marcados con el hecho de que se esperaba
que se llegara al matrimonio. En ese entonces, se pensaba mucho más en cómo
sería la vida en pareja, lo cual era muy lindo y daba mucha ilusión. Los
noviazgos duraban mucho tiempo antes de llegar al altar con los preceptos de la
Iglesia católica. Había que obtener el
consentimiento de las dos familias, que el novio confirmaba obsequiándole un anillo de compromiso. Solo así, podían mandar a timbrar las tarjetas de
invitación que decían: “La familia tal y la familia tal…tienen el gusto de
invitar al matrimonio de sus hijos: …”
Civilidad:
Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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