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martes, 18 de agosto de 2020

Si resucitara Toribio Maya

 

Esta semblanza para recordar a un auténtico apóstol de la bondad y la caridad, y ojalá, para que esta vida ejemplar, sirva de modelo a la generación actual. El siervo de Dios que respondió al nombre de Toribio Maya, fue uno de los veintidós hijos que integraron la limpia y dilatada estirpe de José Tomás Maya y Dolores Sarmiento. Nació en Popayán el 27 de abril de 1848 cuando los partidos políticos se deshacían y, murió en medio del conflicto armado y social que aún ensangrienta a Colombia, ahora con más crudeza que en aquella época.

Desde su tierna edad dejó ver lo que sería su misión.  De niño compartía sus alimentos con mendigos que rutinariamente tocaban su puerta atendiéndolos con piedad, que luego ejercería fuera de ella. En aquellos tiempos era bien sabida la rigidez y severidad para no dejar salir los hijos a la calle. Sin embargo, Toribio, todos los días a determinada hora, salía a aquellos barrios de ciudad menos favorecidos en la buena fama. Creyendo su padre que sus pasos fuesen mal encaminados, y sintiendo una mano invisible que lo detenía para reprenderlo, prefirió seguirlo. Así que, al entrar a una casucha, quedó sorprendido al ver la lobreguez del lugar y más aún, impresionado, al ver a su hijo postrado ante una viejecita a quien le lavada y curaba una úlcera de feo aspecto.

Toribio vestía siempre traje de paño oscuro, como hábito de pobreza. Era igual de  generoso con los extraños, que con los de su propia sangre; pues, a la muerte de uno de sus hermanos mayores, se hizo cargo de los cinco huérfanos en medio de su pobreza para criarlos y educarlos, sin dejar nada para si de lo que los amigos obsequiaban para sus obras de caridad.

Ejerció la profesión aprendida de su padre: hojalatero, con gran habilidad, sin catálogos, ni aporte de dibujante extraño; solo con la trasmisión divina. Labor que alternaba con el servicio a los enfermos, tanto en sus respectivos domicilios como en el hospital de Popayán. Nada lo detenía: ni distancias, ni los rigores del tiempo, ni las avanzadas horas de la noche. Hacía que le alcanzara el tiempo consagrado a los leprosos, sin  que nadie sintiera repugnancia por estar en contacto con aquellos seres. No usaba ninguna medida profiláctica, lo mismo hacía con los leprosos que con los enfermos de cáncer, viruela y, toda clase de enfermedades. Los curaba con esmero, frecuencia cotidiana, exhortándolos al sufrimiento como recompensa segura en mejor vida. Les prodigaba los últimos auxilios, llevándolos  a la sepultura, amortajados en una sábana cargados sobre sus hombros.  Toribio era enfermero, limosnero y sepulturero. Estaba refrendado por la gracia divina. Inundado de sencillez y humildad, tenía poderes sanatorios que no radican sino en quien está infundido de virtudes sobrenaturales. Era el cirujano de los pobres, sin importar el carácter epidémico y contagioso: llagas, úlceras, tumores, eran intervenidos por él, y para todo les suministraba los ingredientes y vendajes, pudiendo afirmarse que propiamente era un dispensario ambulante para los necesitados. No hubo en la ciudad persona, rica o pobre que no recibiera de Toribio atención caritativa en la enfermedad, ya que por tantos años no había existido un establecimiento de carácter oficial como los hay ahora.  Su sublime secreto de caridad, llegó hasta las mujeres prostitutas a quienes también atendía en la “Casita de la Caridad”, junto a la quebrada de Pubús. Dejando su habitual mansedumbre increpaba a aquellas mujeres no solo por su falta de  virtud sino por el irreparable daño que causaban a la humanidad.

Cuando acaeció la guerra civil de 1885, contaba con 27 años de edad. Tocándole también la guerra de los mil días que estalló en l899, dejando muchas desgracias sobre el suelo colombiano. Atendió heridos en la “Casita de la Caridad” y  trasladándose hasta la cuchilla del Tambó atendió muchos heridos que recobraron la vida.

En suma, puede decirse que durante más de medio siglo no hubo persona en Popayán que no recibiera las obras de caridad con multiplicidad y envidiable don de ubicuidad permitiéndole a este santo varón estar en todas partes, a todas horas, practicando el bien sin desmayos ni fatigas y sobre todo, sin contradicciones.

Pero, no podía faltar la difamación en Popayán para este virtuoso  de Dios que fue acerbamente calumniado, hasta tenido por loco para su tiempo. Como era costumbre, Toribio visitaba en su casa de habitación a los enfermos: entre ellos, a un sacerdote. Desaparecidos de un mueble contiguo al lecho del enfermo, al que tenían acceso familiar, servidumbres y otras personas que lo visitaban; los sobrinos del sacerdote hicieron recaer las sospechas en acto de censurable ruindad, llegando a formular demanda policiva en su contra.

De allí que, si resucitara Don Toribio Maya, encontraría, la desgraciada coincidencia, no de las  plagas de Egipto, sino las pandemias del globo terráqueo inestable, complejo, confuso y conflictivo. Una Colombia desigual, atrasada, atemorizada, encerrada en sí misma, con escasa visión de futuro. Una sociedad, atropellada, dirigida a empellones y, por ende, sometida. Una élite llena de grandes mentiras convertidas en grandes verdades. Políticos despedazados entre derechas o izquierdas, buscando el poder. Esenciales problemas de corrupción, impunidad y violencia, sin resolver que se agravan todos los días en forma considerable.

Civilidad: Desde siempre, la envidia disfrazada, ha caminado en Popayán, ladrándoles a hombres eminentes.

 

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