Aquellos diciembres
Madrugar a ver la amanecida el 1° de diciembre con la tradición
de la “alborada”, era abrir la temporada decembrina en forma ruidosa. La
atronadora aurora, con destellos en el firmamento de la pólvora: granadas y
cohetones, asustaba a la “patojada”; pero las melodías armónicas de tamboras,
flautas y carrascas las hacía brincar sobresaltados de sus camas para exclamar:
¡Llegó la navidad”!
Era la costumbre del amanecer en el Viejo Popayán con
que arrancaba la navidad en aquellos diciembres. Me sirve
para rememorar aquellos diciembres, como reza la canción, que
no volverán. Ello hace retroceder mis pensamientos hacia una infancia ya
lejana para recordar a mis padres, a vivir un tiempo que no volverá, en esa
mezcla de alegría y tristeza. Lo que hoy escribo aquí, es una colcha de retazos
del alma.
Añoro, volver a ser
ese niño, en esta ciudad serena, donde abundaba la felicidad, al lado de los seres
que me amaron sin renuncia, que, en medio de la estrechez económica, hicieron lo
imposible por darme alegría. Ahora, en esta temporada y en las reuniones de fin
de año, me reencuentro con los míos, con los viejos de la familia, con la nueva
progenie, con los presentes, suspirando por los ausentes.
En mi memoria,
tengo viva la imagen de aquellas navidades, atraído siempre por el pesebre, que
me permite transmitir e infundir a mis descendientes los personajes al lado del
Dios nacido: la Virgen, San José, sin ignorar la mula, el buey, y las ovejas.
Sin olvidar adoradores en desfile, los reyes magos de todas las razas,
haciéndome sentir aún, parte de esa escena en que se arropa mi familia para ser
felices celebrando y compartiendo.
De esa tradición, saco
del baúl de los recuerdos, manualidades navideñas de mi madre, sus obras de
arte que llevan el primer premio de mi admiración. Había aprendido de mi
abuelita, quien tenía unas manos prodigiosas para confeccionar: manteles
verde-rojos, cojines con adornos plateados y dorados, guirnaldas y coronas
verde-nevadas, que como telas mágicas lucían por doquier de la casa, en cuyo
ejercicio artesanal, quedaba impreso el sello inconfundible del amor de madre.
Evoco la
insistencia, para enseñarme a escribir con buena letra, ortografía y sobre todo
con la fe que la “cartica al Niño Dios” sería atendida por provenir de otro
niño aplicado y estudioso de la tierra. La colocaba con anticipación para que el
ángel de mi guarda, viniera a recogerla. La ´bajada´ del Niño, la esperada ansioso
y con juicio para que se cumplieran mis pedidos. En unas navidades hubo abundancia, en otras, menos, pero siempre se acordó de mí. No
recuerdo que me haya quedado sin desempacar los regalos al pie de pesebre. Hoy,
a Dios gracias, puedo decir que aprendí a valorar lo que tengo y a darle un
sentido más amplio a la vida, por lo que
me inculcaron cuando niño. Conservo esta linda tradición que continúo
trasmitiendo a los míos.
Para mí, la Navidad
sigue siendo tan linda como entonces. Mi esposa y yo retomamos al pie de la
letra las enseñanzas recibidas de nuestros mayores. Juntos acompañamos nuestras
nostalgias, mientras recordamos, con la misma forma y el mismo brillo al
mensaje universal de paz y renovación anual que esta época trae consigo. Igual,
hoy, nuestros nietos recogen la carta en el pesebre que un día nosotros
recogimos para transmitir con ella los deseos de amor y prosperidad en estas
fechas tan representativas en la vida de las familias.
Civilidad: Que los bellos recuerdos, no dejen perder el sentido de la Navidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario