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sábado, 15 de diciembre de 2018


Aquellos diciembres






Madrugar a ver la amanecida el 1° de diciembre con la tradición de la “alborada”, era abrir la temporada decembrina en forma ruidosa. La atronadora aurora, con destellos en el firmamento de la pólvora: granadas y cohetones, asustaba a la “patojada”; pero las melodías armónicas de tamboras, flautas y carrascas las hacía brincar sobresaltados de sus camas para exclamar: ¡Llegó la navidad”!
Era la costumbre del amanecer en el Viejo Popayán con que arrancaba la navidad en aquellos diciembres. Me sirve para rememorar aquellos diciembres, como reza la canción, que no volverán. Ello hace retroceder mis pensamientos hacia una infancia ya lejana para recordar a mis padres, a vivir un tiempo que no volverá, en esa mezcla de alegría y tristeza. Lo que hoy escribo aquí, es una colcha de retazos del alma.
Añoro, volver a ser ese niño, en esta ciudad serena, donde abundaba la felicidad, al lado de los seres que me amaron sin renuncia, que, en medio de la estrechez económica, hicieron lo imposible por darme alegría. Ahora, en esta temporada y en las reuniones de fin de año, me reencuentro con los míos, con los viejos de la familia, con la nueva progenie, con los presentes, suspirando por los ausentes.
En mi memoria, tengo viva la imagen de aquellas navidades, atraído siempre por el pesebre, que me permite transmitir e infundir a mis descendientes los personajes al lado del Dios nacido: la Virgen, San José, sin ignorar la mula, el buey, y las ovejas. Sin olvidar adoradores en desfile, los reyes magos de todas las razas, haciéndome sentir aún, parte de esa escena en que se arropa mi familia para ser felices celebrando y compartiendo.
De esa tradición, saco del baúl de los recuerdos, manualidades navideñas de mi madre, sus obras de arte que llevan el primer premio de mi admiración. Había aprendido de mi abuelita, quien tenía unas manos prodigiosas para confeccionar: manteles verde-rojos, cojines con adornos plateados y dorados, guirnaldas y coronas verde-nevadas, que como telas mágicas lucían por doquier de la casa, en cuyo ejercicio artesanal, quedaba impreso el sello inconfundible del amor de madre.
Evoco la insistencia, para enseñarme a escribir con buena letra, ortografía y sobre todo con la fe que la “cartica al Niño Dios” sería atendida por provenir de otro niño aplicado y estudioso de la tierra. La colocaba con anticipación para que el ángel de mi guarda, viniera a recogerla. La ´bajada´ del Niño, la esperada ansioso y con juicio para que se cumplieran mis pedidos.  En unas navidades hubo abundancia, en  otras, menos, pero siempre se acordó de mí. No recuerdo que me haya quedado sin desempacar los regalos al pie de pesebre. Hoy, a Dios gracias, puedo decir que aprendí a valorar lo que tengo y a darle un sentido más amplio a la vida, por lo  que me inculcaron cuando niño. Conservo esta linda tradición que continúo trasmitiendo a los míos.
Para mí, la Navidad sigue siendo tan linda como entonces. Mi esposa y yo retomamos al pie de la letra las enseñanzas recibidas de nuestros mayores. Juntos acompañamos nuestras nostalgias, mientras recordamos, con la misma forma y el mismo brillo al mensaje universal de paz y renovación anual que esta época trae consigo. Igual, hoy, nuestros nietos recogen la carta en el pesebre que un día nosotros recogimos para transmitir con ella los deseos de amor y prosperidad en estas fechas tan representativas en la vida de las familias.
Civilidad: Que los bellos recuerdos, no dejen perder el sentido de la Navidad.


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