Los
gitanos vinieron a América con la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo
Mundo. No se sabe cuándo, pero llegaron
los gitanos a Colombia. Conocido es que, la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto militar
global desarrollado entre 1939 y 1945, haciendo que los gitanos emigraran. Entraron a Colombia
por Barranquilla y se dispersaron por diferentes lugares del país. Al llegar a
Itagüí se sintieron cómodos por la hospitalidad de los paisas, encontrando similitudes
y cómo seguir con su tradición equina para comercializar con caballos. Se
acoplaron al país y algunos, incluso, adoptaron la religión católica. Sin
embargo, mantuvieron sus tradiciones, de unidad
como familia, solidaridad mutua y exclusividad.
Y,
como todo el mundo es Popayán, no podía faltar que deambularan por la ciudad a
mediados del siglo XX. Como judíos
errantes, ocuparon predios baldíos
llenos de pasto verde, amplias mangas o potreros: El Achiral, llano largo, El
Cadillal. Allí se aposentaron hombres con sus caballos, carpas de tela a rayas -estilo
árabe- con bonitas mujeres de cabello y faldas largas, llenas de accesorios y
colores vivos que leían la mano y echaban las cartas. Era toda una feria, ver
la caravana de familias gitanas nómadas y sin fronteras, asentadas en la zona. De
niños, no podíamos ocultar la curiosidad y buscábamos pretextos para acercarnos
a las carpas y observar las tradiciones de esta cultura.
Vivían en
carpas, sin separaciones entre habitaciones.
Dormitaban sobre mullidos camastros, alfombras, hamacas y sus
decoraciones eran de madera con detalles grabados, estilo español. Tener sus viviendas bajo carpas les
permitía mantener latentes sus tradiciones y cultura, pero les impedía acceder
a servicios sanitarios y domésticos como agua y luz. Se conectaban a través de
su lenguaje romaní, tras cada palabra que pronunciaban escondían su orgullo como
pueblo milenario. Los gitanos son parte del mundo y el mundo es
parte de su vida, así como sus tradiciones. En el libro “Cien años de
Soledad”, Gabriel García Márquez, los retrata así: “Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo
conocían su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos
inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de
alborotada alegría”.
Los habitantes del sector recuerdan a los gitanos como personas maliciosas en los negocios, revelando algunos de sus trucos para comercializar con caballos que pintaban para que aparentaran relucientes, más jóvenes y atractivos. Ellos compraban caballos viejos de carretilleros para ponerlos bonitos. Y, lo hacían limando los dientes desgastados de los caballos, de forma tal, que parecieran puntudos, como de un potro - caballo joven- También les echaban cera y brillaban la dentadura. Era bastante usual, pintarles las canas con tintes. Pero, además, les colocaban debajo de la cola, -en el ano- una pepa de alcanfor. De tal manera que se sintieran chisparosos. ¡Cómo no sentirse brioso con una pepa de alcanfor donde el lomo pierde su lindo nombre!
En
su mayoría, los hombres, se dedicaban a negociar. Algunos de ellos fueron
reconocidos por practicar los secretos en el manejo (alquimia) del cobre
licuado
para la fabricación
de ollas, pailas y fondos paneleros. Mientras los
hombres se dedicaban a la fundición, las mujeres salían a la calle a practicar la
adivinación. Era común verlas de a tres (por ley general un gitano nunca anda
solo). En la puerta de la galería del centro, ejercían la quiromancia y la cartomancia: diciendo a los transeúntes: “Venga mijo le adivino
la suerte”. También, vendían talismanes, amuletos a través de rezos o conjuros
para la buena suerte. A su vez, purificaban alhajas, que, por arte de magia,
cambiaban por fantasías.
Civilidad: Con la
extinción de la cultura gitana, las personas también perdieron el pensamiento
mágico.
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