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sábado, 12 de febrero de 2022

La galería del centro de Popayán

 


Durante la “colonización” de estas tierras del continente americano, predominaron los estilos de construcción, con diseños traídos de “la madre patria”. Usaron materiales específicos (tapia pisada, bahareque, paja, caña y rejos de cuero) con altos ventanales, muros espesos y gruesos; Así edificaron en el corazón de Popayán, la inmensa galería de columnas dóricas que sostenían las arcadas del interior de grandes portales de acceso, que marcaron también, el estilo de lo que conocemos como arquitectura colonial. Gústenos o no, la arquitectura colonial que hablaba de su tiempo, es la heredad de nuestros antepasados, patrimonio inmaterial y, cultural. Sin embargo, la demolieron.  Derruyeron esa galería para levantar el “moderno adefesio” que reñía con el estilo arquitectónico de la ciudad. Por fortuna, las polvosas ruinas del Centro Comercial “Anarkos”, se resolverán con un buen diseño, pues no puede ser otra solución equivocada.

Debieron conservar la arquitectura colonial revitalizándola, para darle una nueva lectura al lugar.  Me refiero a la antigua edificación que no era el mercado, ni la plaza sino como se llamaba tradicionalmente: la galería. Era un espacio público con funciones comerciales en donde las personas interactuaban socialmente para adquirir productos agrícolas, industrias artesanales, y costumbres de gentes con caras auténticas de esta región. En aquel lugar, conjugaban su acentuación peculiar, los jugosos provincianismos, la truhanería y el ingenio patojo. Era galería de todos los días y, especiales viernes, exceptuando aquel que rememora la muerte de Jesucristo.

Bajo el principio de abastecimiento de la ciudad y como espacio para localizar y organizar a campesinos, se juntaba el inigualable conjunto de razas, y clases sociales con sus gustos estéticos, sus maneras, vocabularios, vestidos y riquezas de la naturaleza vegetal explotada; de lo usual de la casa y la cocina, de juguetes para niños, de medicinas alternativas y aún de creencias. Más, para desgracia de mi amada ciudad, su futuro es esencialmente desconocido porque todas aquellas cosas que allí estaban, desfilaron con el inútil afán y fatal destino.

En su interior había cuatro patios, distribuidos por productos. En el puesto de las frutas naturales y las acarameladas, una adorable mestiza de trenzas ofrecía la dulcería decorada con gratas palabras como: “te amo”, “siempre tuya”, “recuerdo”. En otra mesa grasienta, una robusta señora de zarcillos de filigrana de oro y coral vendía, en su conjunto, sobre hoja de plátano, el chicharrón con todas sus partes: morcilla, hígado, corazón… Recuerdo haber visto, fugaz y a veces reticente, el sentimiento de deseo del señor, el estudiante o el campesino comprándole a la nieta de la “ñapanga” de largas trenzas, de blusa escotada, larga enagua y suelto el alpargate; atuendo que el modernismo, dejó solamente como una exhibición semanasantera.

Evoco otro patio conformado de pirámides, sosteniendo de modo extraordinario los productos de locería, de atrayentes coloridos: la crema mate de la arcilla, el baño rojo, el verde o amarillo brillantes del esmalte, de cobre o plomo que caracterizaba las ollas y vasijas para floreros, ceniceros, braceros, candelabros y alcancías vidriadas de la cerámica artesanal. Más, si la locería hoy suena raro, más extraño aún, resulta en este tiempo, los estantes donde colgaban las fajas tejidas multicolores con extrañas figuras geométricas, comúnmente llamados “chumbes” cordilleranos para amarrar las faldas campesinas de bayeta de lana, o para terciarse en la espalda al crío rollizo para envolverlo; para inmovilizar a los niños en las mullidas camas de la ciudad o entre la pobre hamaca de lazos anudados y con raídos costales de fique en el hogar campesino. También recuerdo, las torres de panelas a cuyo alrededor revoloteaban las inofensivas avispas negras. Mi memoria trae, otro sitio bastante visitado, atendido por el hombre de ropa ennegrecida de grasa; que lo tiene casi todo y que vende hasta lo que no tiene, entre llaves enormes, chapas roídas, candados de pasador, cadenas fragmentadas y, romos cuchillos. Ese que arreglaba radios, repara llaves, soldaba vasijas. Allí caían todos buscando al estupendo brujo de los metales, enmarañado entre la chatarra inverosímil de su genial negocio.

Así se movían los negocios en la galería del centro, en medio de una dimensión de colores, olores y sabores muy diferentes, entre el gentío a punta de: “no me pise carajo y tampoco me empuje”. Este mi testimonio de algo que tuvo vida e hizo historia en la Popayán que se nos fue. Feliz me siento, al poder disfrutar de los recuerdos de la vida, porque es vivir dos veces.

Civilidad: Cerrar los ojos para escribir el baúl de los recuerdos, en medio del surgimiento de nuevos y atrevidos conceptos de “edificios” que desafían hasta la misma creación divina.

 

 

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