Hoy, no escribo la historia de la emblemática
ciudad en su antiguo esplendor, sino sobre la realidad de este pedazo de
patria. Cuando salgo a caminar miro la
gente que viene y va, voy buscando caras amigas de alma payanesa. Recorro las
calles y no las encuentro. Pregunto, que se hicieron los amigos de la “Noble y Culta
Popayán”, sin hallar ninguna explicación. El corazón del casco antiguo palpita conmovido.
Murió la Urbanidad, somos agresivos como parte de la violencia que tanto
lamentamos.
Se me ocurre que deberíamos marcar a
los 380 mil habitantes en la frente como un día lejano, identificaron los
auténticos hijos de mi ciudad. Tal vez así, alcanzarían la categoría de
ciudadanos y el respeto que otros le niegan a diario. A mi antigua ciudad, la quiero con el alma y le vivo agradecido por
todo cuanto me ha dado.
En esta pirámide de la subsistencia
urbana, se mete a la cabeza que, el peatón es el último de la escala. Es el más
vulnerable, nadie lo tiene en cuenta, pues los carros les roban sus andenes,
sus plazoletas, sus zonas verdes. Al ciclista, sin importar si es trabajador de mensajería o arriesgado usuario ambientalista,
le tiran los carros encima. Otros lo agreden, lo golpean para despojarlo
de sus “bici”.
Está visto que a los bulliciosos motociclistas no les interesa la ciudad, pues cada
vez más, convierten los andenes en aparcamientos, bajo el pretexto del derecho
al trabajo, obstaculizando la libre movilización al peatón. Para mal de males, atrevidos
que no alcanzan el título de ciudadanos, convierten el espacio público en
“vitrinas” de mal gusto; en talleres callejeros y, hasta en pistas de
competición con las innovadoras patinetas; medio de transporte, muy de economía
naranja, muy “chic”, muy juvenil, muy lo que quieran, pero atropelladores del
distraído peatón: anciano, niño, mujer embarazada, discapacitado.
Me duele la ciudad, porque en ella, la
prelación la tiene el carro. Veo la “platica” invertida en nuevas vías,
lastimosamente, convertidas en parqueaderos. Observo montones de vehículos sin
pagar impuestos por tener placas de otras ciudades. Aquí ruedan, abriendo
huecos, dejando a la pobre viejecita sin nada que cobrar.
Me duele mi ciudad, porque los baratos
medios de comunicación, pontifican y protestan por el estado de las vías, abriendo
micrófono a conductores indignados. Duele, porque, contrariamente, deberían
fomentar cruzadas para que los asfixiantes vehículos que diariamente ruedan, trasladaran
sus cuentas a Popayán. Hacen daño porque, cada vez, hay más carros, y motos
congestionando y contaminando la ciudad. Lastiman a Popayán, comerciantes, talleres
de mecánica, vendedores informales y, almacenes, ampliando sus locales sobre
los andenes, con parlantes escupiendo música a todo volumen. Osados conductores
de camiones de alto tonelaje atascan las céntricas calles, buscando donde
aparcar por largas horas en lugares para la gente.
Popayán de mis amores, necesita más
amor. A cualquiera se le antoja colocar bolardos demarcando espacios cual si
fueran propios. En acto de intolerancia pura, señalizan protegiendo zonas dificultando
el tránsito al peatón. No falta la
excusa, considerando que es economía naranja, emprendimiento de los -cuida-carros-
que hacen su agosto durante todo el año, gracias a que las aceras no tienen
quien las llore.
Duele la ciudad, anestesiada con “resina”,
porque a nadie le importa. El peatón, es un pelotón resignado. Todos somos
peatones. Lástima, porque al final, todos, absolutamente todos, somos pésimos
ciudadanos, malos hijos de esta bella ciudad. De alguna manera, así somos. Bajo
la falsa creencia de que, es buen ciudadano el que hace cola para criticar a la
administración municipal porque no arregla el lugar por donde circulamos.
Duele el desamor por Popayán. Muy
triste, porque las malas acciones son promovidas por orates de este siglo, los que
seguramente sin ser contribuyentes del fisco municipal, contribuyen a destruir el
lugar donde vivimos: ensuciando paredes; contaminando la visual con publicidad
en los postes de las redes de energía y, telefonía; aturdiendo auditivamente la
ciudad, con ensordecedores ruidos de alto- parlantes en puntos comerciales o
vehículos anunciantes por las calles; amas de casa amontonando basuras como
una maldición, fuera de los horarios de recolección; criminales ecológicos ahogando
con basuras los ríos que cruzan la ciudad; demoledores de la arquitectura
colonial que, junto a la furia iconoclasta derriban muros y estatuas tratando
de borrar la historia de la antigua Popayán.
Civilidad: “Nací en ella y la
quiero y por ella aunque muera, la vida yo la diera para no verla sufrir”:
Carlos Aurelio Rubira Infante
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