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sábado, 24 de julio de 2021

¿Quién tiene la fórmula mágica?

 La ‘cultura de la ilegalidad’ pareciera estar llegando al pico más alto con una con una calificación muy alta. Pasamos por un Estado (el Estado somos todos) para nada confiable, ni justo, ni defensor de lo público. Cumplir la ley en Colombia, es relativo y de acuerdo a circunstancias. Necesitamos una sociedad que sancione, que rechace la corrupción, la falta de respeto, el desamor por los valores; que condene esa tendencia que busca el atajo para saltarse la norma.

En este país al revés, entre todos espantamos la cultura, saliendo a flote el instinto autodestructivo, que raya con lo demencial. Surge la barbarie en las calles, que convierten en realidad los proverbios de antiguas calendas: “Las cosas no son del dueño, sino de quien las necesita”; “Ojo por ojo, diente por diente”; “El que parte y reparte se lleva la mejor parte”; “Usted no sabe quién soy yo”. Estos refranes cobran vigencia dando cuenta de lo que somos en esta sociedad de la ilegalidad.   La ley se cumple o se deja de cumplir: “al son que nos toquen bailamos”-. Según, la región geográfica de proveniencia, determina en gran medida el grado de ilegalidad del ciudadano: “dime de dónde vienes y te diré qué tan legal eres”.  Campeando la ilegalidad en los funcionarios públicos y de los ciudadanos.

Son tiempos muy complicados sin unidad de mando, que excede los límites de las leyes escritas y que incluye actitudes, comportamientos y, la aceptación voluntaria de reglas de juego (escritas o no) para la convivencia. La forma como se aplica la ley en la sociedad, es cada vez más pervertida. El reconocimiento del otro y la valoración de lo público dejaron de ser elementos trascendentales. De allí que. el índice de ilegalidad es alto y multidimensional.

En el mar de ilegalidad en que se mueve Colombia, ahora estigmatizan a quien respeta las normas, tildándolo de atembado ocasional, mientras se avispa.  Pero al fin, el servidor público termina aprendiendo, porque es común oír que: “servidor público que no ‘saca tajada’ es un ingenuo; ya que, si roban los de arriba porque no él”. “Lo malo no es violar la ley sino dejarse pillar”, es la expresión popular.

La tendencia ilegal se ha naturalizado tanto, que, para el común de la gente, no resulta grave. A robar, sobornar o incumplir las leyes, les quitaron el carácter criminal. El camino del atajo, es aceptado en medio del paradigma de la inmediatez para alcanzar el éxito. Impera el sentido individualista sin importar que se afecten los intereses colectivos o la seguridad los demás.

En ese rol de ilegalidad, los de mi generación, notamos cuánta falta hace el papel educativo que lleve a la gente a identificar los límites de sus actuaciones.  Antes, la honorabilidad se adquiría en el hogar, en los bancos escolares. Y la legalidad, se aprendía leyendo la Constitución, escuchando charlas o sermones; se vivía en lo cotidiano, relacionándose con los demás con sus buenos ejemplos.  Ahora, solo nos queda la sanción social para que la sociedad señale y repudie los desmanes y, las indelicadezas de los malos ciudadanos, considerando una sana práctica para quienes incumplan las normas, se sientan avergonzados, ridiculizados y criticados, y que, estos individuos sean discriminados y excluidos. Recordándoles que existen fronteras éticas y morales que no se pueden traspasar, ni por chiste. Desde luego, haciéndolo con respeto, mesura y sin odio, porque, de lo contrario, terminará siendo igual que la falta.

Dichos padecimientos, son consecuencia de la injusticia de las normas en el convencimiento de que las hacen para favorecer a unos pocos. Con frecuencia, costumbres, creencias y códigos de comportamiento en Colombia, se oponen al derecho. Evidenciamos, la fragilidad de las instituciones que imparten justicia, asomándose el viejo refrán: “La ley es para los de ruana”, pues la ley se aplica de manera selectiva, dependiendo del personaje y del dinero que tenga para negociar la violación a la ley ¡Así vamos!


Civilidad: Solo nos queda, saber quién tiene la fórmula mágica que reduzca la cultura de la ilegalidad a sus “justas proporciones”. Cada caso con su dinámica:  reforma del Estado y su relación enfermiza con el ciudadano.

 

 

sábado, 17 de julio de 2021

El tricolor, símbolo patrio

 


Hoy, más que nunca, los colombianos debemos unirnos en torno a la bandera como símbolo patrio.  20 de julio, fecha para celebrar, hermanados con respeto y amor por la historia y por la dignidad de la nación. Con sentido nacional, izar debidamente la bandera o llevarla en demostración de orgullo patrio y entusiasmo por todos los rincones de la patria, porque es la bandera oficial de la República de Colombia.

Sacar al balcón el pabellón tricolor correctamente, es un acto propio con el cual ayudamos a mantener la tradición de al menos hace dos siglos. Ello significa darle sentido a lo que representa la historia del país, y todo lo que éste conglomera, encarnando su cultura en los ámbitos social, político y, desde luego, en lo deportivo, que es donde con autentico pundonor flamea.

 

Fecha propicia para indicar que la bandera no puede usarse como un trapo sucio. Debe situarse en lugares visibles, públicos y privados: ventanas y balcones de edificios; en el piso más alto de apartamentos o casas. Nuestra bandera debe fortalecer el sentido de identidad nacional, como país, independiente, soberano y democrático.  Donde sea ondeada, debe lucir impecable, porque cuanto más notoria sea la bandera, mayor será el honor que ella represente.  Lo sustancial es que la bandera luzca lo más radiante posible. Hacerlo con cultura y respeto, también simboliza la unidad de nuestro país.

Cuando izamos la bandera estamos reconociendo, el esfuerzo, el trabajo y el valor de quienes lucharon por la Independencia y por forjar las bases de la institucionalidad y la democracia de Colombia. No importa la condición socioeconómica de quien decida elevar nuestro emblema. Ante todo, izarla para indicar que todos tenemos los mismos derechos ante el Estado, que todos tenemos la misma pertenencia al país, así como el mismo derecho de exhibirla. Por ello, podemos exhibirla en vehículos, oficinas, empresas, hasta en el hogar más humilde.

La historia narra que, uno de los precursores de la independencia nacional, el venezolano, Francisco Miranda, en el año 1807, diseñó los colores: amarillo, azul y rojo, señalando el camino de la independencia. Cuatro años más tarde la bandera fue adoptada como insignia de la Gran Colombia. En 1813, el libertador Simón Bolívar la revalidó la decisión. Y, en 1861 se dispuso que las franjas serían horizontales y que el color amarillo ocuparía la mitad superior de la bandera. 

De allí que, no debemos trocar el significado de los colores del rectángulo de tela con los tres colores que han permanecido intactos desde hace 210 años. La versión original de la bandera de Colombia es: amarillo significa las riquezas naturales del suelo colombiano, el sol brillante que cubre la Patria. Siendo también, el amarillo, el color de la alegría, el optimismo y la energía. El azul que representa los ríos y los dos océanos -Pacífico y Caribe- que nos bañan, sin ignorar que es el color de la simpatía, la armonía y la fidelidad. Y, el rojo, que simboliza la sangre vertida por los patriotas en los campos de batalla por obtener la libertad. El rojo es amor, poder, fuerza y progreso de la independencia. Además, el rojo personifica la sangre, el fuego, el calor, la revolución, la pasión, la acción y la fuerza. 

En esta época turbulenta, celebremos el 20 de julio, reivindicando nuestras tradiciones, reafirmando con hechos concretos de soberanía, practicando la solidaridad, guardando celosamente la unidad para trabajar y desear siempre el progreso de nuestra amada patria. ¡Que viva Colombia!

Civilidad: Patriotismo, vocablo que liga al ciudadano con Colombia.

 

sábado, 10 de julio de 2021

Me duele la ciudad


 

 

Hoy, no escribo la historia de la emblemática ciudad en su antiguo esplendor, sino sobre la realidad de este pedazo de patria. Cuando salgo a caminar miro la gente que viene y va, voy buscando caras amigas de alma payanesa. Recorro las calles y no las encuentro. Pregunto, que se hicieron los amigos de la “Noble y Culta Popayán”, sin hallar ninguna explicación. El corazón del casco antiguo palpita conmovido. Murió la Urbanidad, somos agresivos como parte de la violencia que tanto lamentamos.

Se me ocurre que deberíamos marcar a los 380 mil habitantes en la frente como un día lejano, identificaron los auténticos hijos de mi ciudad. Tal vez así, alcanzarían la categoría de ciudadanos y el respeto que otros le niegan a diario. A mi antigua ciudad, la quiero con el alma y le vivo agradecido por todo cuanto me ha dado.

En esta pirámide de la subsistencia urbana, se mete a la cabeza que, el peatón es el último de la escala. Es el más vulnerable, nadie lo tiene en cuenta, pues los carros les roban sus andenes, sus plazoletas, sus zonas verdes. Al ciclista, sin importar si es trabajador de mensajería o arriesgado usuario ambientalista, le tiran los carros encima. Otros lo agreden, lo golpean para despojarlo de sus “bici”. 
Está visto que a los bulliciosos motociclistas no les interesa la ciudad, pues cada vez más, convierten los andenes en aparcamientos, bajo el pretexto del derecho al trabajo, obstaculizando la libre movilización al peatón. Para mal de males, atrevidos que no alcanzan el título de ciudadanos, convierten el espacio público en “vitrinas” de mal gusto; en talleres callejeros y, hasta en pistas de competición con las innovadoras patinetas; medio de transporte, muy de economía naranja, muy “chic”, muy juvenil, muy lo que quieran, pero atropelladores del distraído peatón: anciano, niño, mujer embarazada, discapacitado.

Me duele la ciudad, porque en ella, la prelación la tiene el carro. Veo la “platica” invertida en nuevas vías, lastimosamente, convertidas en parqueaderos. Observo montones de vehículos sin pagar impuestos por tener placas de otras ciudades. Aquí ruedan, abriendo huecos, dejando a la pobre viejecita sin nada que cobrar.

Me duele mi ciudad, porque los baratos medios de comunicación, pontifican y protestan por el estado de las vías, abriendo micrófono a conductores indignados. Duele, porque, contrariamente, deberían fomentar cruzadas para que los asfixiantes vehículos que diariamente ruedan, trasladaran sus cuentas a Popayán. Hacen daño porque, cada vez, hay más carros, y motos congestionando y contaminando la ciudad. Lastiman a Popayán, comerciantes, talleres de mecánica, vendedores informales y, almacenes, ampliando sus locales sobre los andenes, con parlantes escupiendo música a todo volumen. Osados conductores de camiones de alto tonelaje atascan las céntricas calles, buscando donde aparcar por largas horas en lugares para la gente. 

Popayán de mis amores, necesita más amor. A cualquiera se le antoja colocar bolardos demarcando espacios cual si fueran propios. En acto de intolerancia pura, señalizan protegiendo zonas dificultando el tránsito al peatón.  No falta la excusa, considerando que es economía naranja, emprendimiento de los -cuida-carros- que hacen su agosto durante todo el año, gracias a que las aceras no tienen quien las llore.      

Duele la ciudad, anestesiada con “resina”, porque a nadie le importa. El peatón, es un pelotón resignado. Todos somos peatones. Lástima, porque al final, todos, absolutamente todos, somos pésimos ciudadanos, malos hijos de esta bella ciudad. De alguna manera, así somos. Bajo la falsa creencia de que, es buen ciudadano el que hace cola para criticar a la administración municipal porque no arregla el lugar por donde circulamos.  

Duele el desamor por Popayán. Muy triste, porque las malas acciones son promovidas por orates de este siglo, los que seguramente sin ser contribuyentes del fisco municipal, contribuyen a destruir el lugar donde vivimos: ensuciando paredes; contaminando la visual con publicidad en los postes de las redes de energía y, telefonía; aturdiendo auditivamente la ciudad, con ensordecedores ruidos de alto- parlantes en puntos comerciales o vehículos anunciantes por las calles; amas de casa amontonando basuras como una maldición, fuera de los horarios de recolección; criminales ecológicos ahogando con basuras los ríos que cruzan la ciudad; demoledores de la arquitectura colonial que, junto a la furia iconoclasta derriban muros y estatuas tratando de borrar la historia de la antigua Popayán. 

Civilidad: “Nací en ella y la quiero y por ella aunque muera, la vida yo la diera para no verla sufrir”: Carlos Aurelio Rubira Infante

sábado, 3 de julio de 2021

La ciudad de antaño

 


Estamos asistiendo a la desaparición de la ciudad clásica. El paso del tiempo presenta una dimensión subjetiva distinta de aquellas en las cuales la modernidad entró arrolladoramente bajo los embates del consumismo y el “desarrollo”.

Anclados quedaron para siempre nuestros sentires, intactos los arraigos, que hoy al recordar a Jaime Vejarano Varona (q.e.p.d) despierta en mí, las añoranzas y vivas las costumbres para que ojalá, todos los habitantes de la ciudad nos convirtiéramos en expertos “popayanejistas”, mediante el dominio de su historia. Esta amada ciudad se precia de conservar lo que algunos antropólogos denominan “cultura tradicional”, siendo parte de la idiosincrasia, su identidad, su “apodología” y su “chismografía”.

En Popayán, el tiempo “pasa, pero no corre”. Este fenómeno lo simboliza la Torre del reloj, mole de ladrillo convertida en el punto de referencia físico del devenir payanés, metáfora de lo perenne e inamovible donde la aguja marca cuando quiere, despaciosa y evocadoramente, el ritmo de un orden social en el que las costumbres mezclan lo nostálgico, lo utópico y lo moderno.

Desde ese hermoso campanario, miro hacia atrás, cuando trazaron calles y repartieron solares en forma de la cuadrícula, muy geométrico y muy cartesiano, construyendo en el centro, la plaza principal. El primer reparto de solares se remonta al 9 de abril de 1537, hoy las particiones de terrenos son más con sentido mercantilista, que lugares de convivencia ciudadana.  Lástima grande, la conciencia urbana dejó de lado nuestra tradición histórica. 

Durante mucho tiempo, el casco antiguo, no se extendía más allá de lo que hoy es la calle de los bueyes. Calles transitadas por niños que fuimos: (carrera 3ª oriente), la calle de la lomita (cra 10ª al occidente), la calle de la Pamba (calle 3ª al norte) y la calle del chirimoyo (calle 6ª al sur). En el censo de 1807, había 871 casas, 491, aún eran bajas con techo de paja, olfateando a cal y boñiga. Organizaron el espacio urbano y la vida civil, por estratos: a los vecinos por sus antecedentes genealógicos; militares, por sus oficios y a nobles por méritos al servicio de La Corona. Al final del régimen colonial, la ciudad había definido su perfil urbano, marcadamente religioso, una iglesia en cada cuadra: la catedral en la plaza principal; el convento de San Francisco del que hay registro en 1574 con su iglesia iniciada en 1775, la iglesia jesuítica de San José iniciada en 1642, el templo de Santo Domingo 1588, el convento de La Encarnación que había sido constituido en 1591, el convento de San Agustín hacia 1607 los puentes de “ la Custodia ” (1713) y el de Cauca (1780), el Colegio de San Camilo (1765), el templo de El Carmen (construido entre 1730 y1744) y el monasterio anexo, la Casa de la Moneda (1748). Las torres de las iglesias y sus campanarios han sido punto de referencia para las imágenes en aguafuertes, plumillas y acuarelas que nos legaron los viajeros y los artistas durante los siglos XVIII, XIX y XX.  Además de estas obras que alimentaron con legados testamentarios, también las gentes del común, los notables invirtieron en su prestigio y reconocimiento social a través de obras de beneficio público: Las pilas, los chorros, el acueducto, el hospital, el matadero, la cárcel. Sin duda, cada generación hará brotar nostalgias por siempre convertidas en historias llenas de arraigos.

La incapacidad de la Corona para controlar fiscal y políticamente el territorio, fue aprovechada por las élites económicas de la segunda mitad del siglo XVIII, la última migración de españoles en busca de “fama, mujer y fortuna” que se asentó en la ciudad. El mercado del oro facilitó a los nuevos emergentes satisfacer sus intereses mediante la negociación y fusión con el poder local. Entre 1775 y 1779 de 38 cabildantes, al menos 20 eran españoles y muy pronto construyeron un poder endogámico (cruzamiento de razas) que se habría de proyectar hasta Santafé y Cartagena e incluso habría de llegar hasta la corte del rey cuando Don, Francisco Mosquera llegó a ser regente en los albores de la independencia.

Entre 1774 y 1809 veinticinco grupos familiares de criollos y españoles integrados por lazos de matrimonio y afinidad habían ocupado los cargos en el cabildo con una frecuencia mayor a cinco oportunidades: Mosqueras, Rodríguez, Caldas,Tenorios -Torijanos, Carvajal, Torres, Angulos, Jiménez de Ulloa, Hurtados, Castrillón, Fernández-Moure ,Arboledas, Gruessos, Solís, Cajiao, Larraondo, Perez de Arroyo, Pérez de Valencia, Pombo, Rivera, Velasco, Castro, García- Rodayega, Lemos, Riva. Élite endogámica que habría logrado constituir intereses propios, que sin duda tuvieron luego expresiones contradictorias y ambivalentes cuando las expoliaciones de los ejércitos invasores, tanto realistas como patrióticos, en el interregno de la Patria Boba y la consolidación de la república pusieron en el límite sus recursos económicos y espirituales.

Reescribo temas que conciernen a la amada ciudad, para que, entre todos, incluidos sus hijos ausentes, reanudemos el conocimiento y el afecto con sentido de pertenencia que nos obligue a seguir amando este precioso y glorioso terruño nuestro.

Civilidad: Retoñar entre cenizas de ayer para que jóvenes y maestros aprendan a amar a Popayán.