La ‘cultura de la ilegalidad’ pareciera estar llegando al pico más alto con una con una calificación muy alta. Pasamos por un Estado (el Estado somos todos) para nada confiable, ni justo, ni defensor de lo público. Cumplir la ley en Colombia, es relativo y de acuerdo a circunstancias. Necesitamos una sociedad que sancione, que rechace la corrupción, la falta de respeto, el desamor por los valores; que condene esa tendencia que busca el atajo para saltarse la norma.
En este
país al revés, entre todos espantamos la cultura, saliendo a flote el instinto autodestructivo, que raya con lo demencial. Surge la barbarie en las calles, que
convierten en realidad los proverbios de antiguas calendas: “Las cosas no son
del dueño, sino de quien las necesita”; “Ojo por ojo, diente por diente”; “El
que parte y reparte se lleva la mejor parte”; “Usted no sabe quién soy yo”. Estos
refranes cobran vigencia dando cuenta de lo que somos en esta sociedad de la
ilegalidad. La ley se cumple o se deja
de cumplir: “al son que nos toquen bailamos”-. Según, la región geográfica de
proveniencia, determina en gran medida el grado de ilegalidad del ciudadano:
“dime de dónde vienes y te diré qué tan legal eres”. Campeando la ilegalidad en los funcionarios
públicos y de los ciudadanos.
Son
tiempos muy complicados sin unidad de mando, que excede los límites de las
leyes escritas y que incluye actitudes, comportamientos y, la aceptación
voluntaria de reglas de juego (escritas o no) para la convivencia. La forma
como se aplica la ley en la sociedad, es cada vez más pervertida. El
reconocimiento del otro y la valoración de lo público dejaron de ser elementos
trascendentales. De allí que. el índice de ilegalidad es alto y
multidimensional.
En el mar
de ilegalidad en que se mueve Colombia, ahora estigmatizan a quien respeta las
normas, tildándolo de atembado ocasional, mientras se avispa. Pero al fin, el servidor público termina
aprendiendo, porque es común oír que: “servidor público que no ‘saca tajada’ es
un ingenuo; ya que, si roban los de arriba porque no él”. “Lo malo no es violar
la ley sino dejarse pillar”, es la expresión popular.
La
tendencia ilegal se ha naturalizado tanto, que, para el común de la gente, no
resulta grave. A robar, sobornar o incumplir las leyes, les quitaron el
carácter criminal. El camino del atajo, es aceptado en medio del paradigma de
la inmediatez para alcanzar el éxito. Impera el sentido individualista sin
importar que se afecten los intereses colectivos o la seguridad los demás.
En ese
rol de ilegalidad, los de mi generación, notamos cuánta falta hace el papel
educativo que lleve a la gente a identificar los límites de sus actuaciones. Antes, la honorabilidad se adquiría en el
hogar, en los bancos escolares. Y la legalidad, se aprendía leyendo la
Constitución, escuchando charlas o sermones; se vivía en lo cotidiano,
relacionándose con los demás con sus buenos ejemplos. Ahora, solo nos queda la sanción social para
que la
sociedad señale y repudie los desmanes y, las indelicadezas de los malos
ciudadanos, considerando una sana práctica para quienes incumplan las
normas, se sientan avergonzados, ridiculizados y criticados, y que, estos
individuos sean discriminados y excluidos. Recordándoles que existen fronteras
éticas y morales que no se pueden traspasar, ni por chiste. Desde luego, haciéndolo
con respeto, mesura y sin odio, porque, de lo contrario, terminará siendo igual
que la falta.
Dichos padecimientos,
son consecuencia de la injusticia de las normas en el convencimiento de que las
hacen para favorecer a unos pocos. Con frecuencia, costumbres, creencias y
códigos de comportamiento en Colombia, se oponen al derecho. Evidenciamos, la
fragilidad de las instituciones que imparten justicia, asomándose el viejo
refrán: “La ley es para los de ruana”, pues la ley se aplica de manera selectiva,
dependiendo del personaje y del dinero que tenga para negociar la violación a
la ley ¡Así vamos!
Civilidad: Solo nos queda, saber quién tiene la
fórmula mágica que reduzca la cultura de la ilegalidad a sus “justas
proporciones”. Cada caso con su dinámica: reforma del Estado y su relación enfermiza con
el ciudadano.