Aquí nací, estudié y, mi último deseo es que, aquí mismo,
reposen mis restos, porque amo entrañablemente a Popayán. Pero me invade la
tristeza, aunque,
lo importante es la frecuencia, intensidad y duración
del desconsuelo. No es lo mismo la tristeza de todos los días, acompañada de irritación
e ideas desesperadas, que la tristeza ocasional sin ideas dramáticas cuya
duración es de pocos minutos. Lo angustiante es la indiferencia de los
habitantes de mi ciudad, que generan subidas y bajadas de estrés, tras la
mirada gris de una vida escéptica a todo, de un “no me importa”, actitud donde
la empatía está ausente y los vínculos de afecto también.
Lo que
quiero decir, es que Popayán ya no es la misma, desde hace 38 años. Cuando
mucha gente tomó la decisión de abandonar su lugar de origen, y otras que
llegaron buscando nuevas oportunidades en esta hermosa ciudad con ilusiones de trabajo
o estudio. Sin equívoco, para muchos, el terremoto de 1983, convirtió a
Popayán, en la ciudad predilecta para encontrar una familia, un trabajo, y unos
amigos. Bienvenidos, los que llegaron a quedarse para siempre
en el ideal de una ciudad imaginada. La que soñamos los raizales como una urbe
ordenada, moderna, limpia, con cultura ecológica y conciencia histórica, con
tránsito moderado y ciclo vías por toda la ciudad; con ciudadanos de
diversas visiones e identidades culturales conviviendo en armonía bajo el
influjo de la interculturalidad y una eficiente seguridad ciudadana.
Pero,
cuando despierto de esa ilusión, mi amada Popayán se convierte en una desazón porque
la realidad supera la fantasía. Me encuentro una ciudad acosada por los excesos
del “desarrollo”: seriamente contaminada, caótica, violenta, informal e
insegura. Transformada en un gran mercado de bienes y servicios, donde el
consumismo desenfrenado penetra en una espiral irracional e insaciable.
Con profundas brechas de desigualdad social, coexistiendo para mal de las
categorías socioeconómicas conocidas.
Una Popayán de migrantes (cosmopolita) Con una cultura de poder
profundamente arraigada por la corrupción, la impunidad, la iniquidad. Una
ciudad, frenética y frívola donde proliferan las malas costumbres y
excentricidades, inundada por la cultura del dinero fácil. Entretanto, los
ciudadanos de bien prefieren esconderse de la
ciudad, sin aliento. Ciudad, fuera de tiempo. Ciudad de disturbios (bloqueos y
marchas), de temblores, de terremotos (chismes y calumnias), ciudad de robos,
ciudad de violaciones, de asesinatos, ciudad de papa-bombas y de fuego contra
los muros coloniales, ciudad de enfermedades peor que el cáncer (calumnias y
odios) de hambre de poder; ciudad de aislamientos, de derrota y de rendición.
Ciudad de la mofa e irrespeto por la ley y sus autoridades, como factores de
inseguridad y transgresión de ella, empeorando cada vez más la situación.
Cuando regreso a casa, ya no por las solariegas
calles sino por las caóticas avenidas, reflexiono: escribo cuatro artículos
mensuales, desde hace veintitantos años, pero quería confesarme. Respiro y medito
un poco. Ya lo hice, y digo: Popayán fue grande cuando había gente.
Popayán ha cambiado, eso dicen y es cierto. Pero no
matizan lo que ha sucedido. ¡Sí cambió!; pero de ubicación dentro del panorama
nacional, ya no es “el altar de la patria”. Por si acaso no entendieron, el deber de todo buen ciudadano es servir y
no destruir. Nos despojaron de los más
grandes y sublimes valores para reemplazarlos por una cascada de empalagosos y desenfrenados
“derechos”. En este espacio llamado Popayán ya no existe el orden
como base para que podamos convivir como humanos. Perdimos el respeto en
general, que empezaba en la infancia. Aunque digan que educan a los hijos
dentro de las normas y límites, encontramos adolescentes desobedientes, con
dificultades para asumir responsabilidades y cumplir normas. Y con actitudes
desafiantes y retadoras ante la autoridad de los padres. La falta de respeto,
un mal de estos tiempos. Lástima, mi amada ciudad, epicentro del mal, con la ‘costumbre’ de no respetar nada ni a nadie.
Las carencias
educacionales han hecho que muchas personas no sepan guardar
las normas básicas de convivencia. Ojalá algún día se retomen los principios morales y éticos en los hogares y en las
escuelas. Que vuelva el respeto, en su acepción de aceptar, cumplir y, obedecer
a la autoridad. Que la razón principal de obedecer a las autoridades,
cualquiera que fuere: un padre, una
madre de familia, profesor, árbitro, gerente, o un gobernante, porque en ellos
reside la responsabilidad de cuidar el orden. Que se respete a la autoridad
porque se obedece a la ley. El irrespeto a las
disposiciones gubernamentales de no salir de casa primero y, luego al toque de
queda han sido el factor principal para que el país tenga el mayor número de
contagios y muertos per cápita por coronavirus. Obedezcamos la ley, y solamente a la ley, según Montesquieu: “siempre que sea justa,
y albergue la seguridad y el bienestar de todos”. Que reine la ley desde el
hogar, para que se aprenda que nadie puede ser vejado en su dignidad humana.
Civilidad: Adán y Eva
desobedecieron y se rebelaron; desde entonces, somos insurrectos.