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sábado, 25 de julio de 2020

Sin abrazos en el sufrimiento



La muerte es el destino fatal de todo ser. Es inexorable y, cada uno se enfrenta en formas felices, tristes o indiferentes. En tiempos de pandemia, la muerte es un remedio. Por eso, la gente cae en la celada de los ángeles verdugos.  Vive de espaldas a la muerte, en actitud de negación frente a la misma. Al desafiarla, encontramos que las ceremonias rituales son menos solemnes. Las volvieron eventos rápidos y escasamente reducidos al ámbito familiar, arrebatando el derecho a despedirnos de nuestros seres queridos.
Hasta mediados del siglo XX, despedir a un ser querido era un duelo social, se guardaba luto en señal de respeto y solidaridad. El muerto se velaba en su propia casa, luego de trasladaba en una carroza fúnebre hasta la Iglesia para los oficios religiosos y, finalmente, al cementerio. Era un suceso acompañado del ejército de familiares: allegados, amigos y, de la comunidad que era partícipe de toda la ceremonia.  Tras la pérdida de un ser, la familia se vestía de –negro riguroso- y, el entorno social se encargaba de condolerse durante el doloroso proceso de recuperación.
Los enterramientos se hacían en el único cementerio que existía en Popayán, en manos de la iglesia católica. Para esa época, quedaba alejado, después de los últimos caseríos, donde se derramaba “la última lágrima”. Así llamaban el lugar adonde llegaban los afligidos a rematar con un trago de aguardiente y de paso, engullir un plato de “frito”, después de dos días de vigilia. Quedaba pues, el Cementerio, en los extramuros de la ciudad, a fin de preservar la salud pública; hasta hace pocos años, cuando cambió la cultura funeraria, promoviendo la aparición del “cementerio jardín” con todas las de la ley, desterrados de la ciudad.
La carroza fúnebre era el mayor símbolo del enterramiento de la época, pues, existían dos tipologías, según la clase social del finado. Personalidades importantes y gente adinerada (la ´jai´) ya despojadas de todo, eran acompañadas por largas filas de automotores. Un fino y antiguo carruaje difícil de importar, adornado de flores, coronas y cintas, cumplía la pompa fúnebre, de hacer el ´último viaje´ del elegante ataúd, de la iglesia al cementerio. En tanto que, en probado abatimiento del dolor de las gentes humildes, carentes de recursos lo hacían a pie. Por trayectos cortos en manos de familiares, deudos y amigos se turnaban, para cargar el cadáver.
En las últimas décadas, cuando la iglesia renovó la sepultura, aceptando que la cremación no era contraria a ninguna ‘verdad natural o sobrenatural’, accedió también a los sacramentos y funerales para quienes solicitaran ser cremados, siempre y cuando dicha opción no obedeciera a la ‘negación de los dogmas cristianos o por odio hacia la religión católica y la Iglesia’
¡Pero, todo cambió por la alta tasa de mortalidad y por la moda global de incineración!  En este bisiesto y siniestro año, nos tocó morir solos. Los difuntos tratados como víctimas del coronavirus, saltándose los procesos de laboratorio, velación e iglesia, los transportan directamente al cementerio como muertos contagiosos sin serlo. Conductor del carro mortuorio y ayudantes vestidos de blanco, enterizos, anti-fluidos, mascarillas y guantes, recogen el cuerpo inerte, introducido en una gruesa bolsa negra y sellada. En forma rápida, lo trastean por las desérticas calles de Popayán, para entregarlo al reducido grupo familiar en la puerta del horno crematorio, sin velatorio ni funeral católico, haciendo que los procedimientos ligados a la defunción tengan que realizarse en soledad.   ¡Vaya revolución social del protocolo sanitario!  que, desencaja el dolor en el inhumano drama de no poder abrazarse en el sufrimiento.  
Civilidad: La muerte es misteriosa y sagrada. Tranquiliza, porque es un cambio de misión para vivir la espiritualidad plena en la mansión celestial.

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