La muerte es el destino fatal de todo ser. Es inexorable y, cada uno se enfrenta en formas felices, tristes o indiferentes. En tiempos de pandemia, la muerte es un remedio. Por eso, la gente cae en la celada de los ángeles verdugos. Vive de espaldas a la muerte, en actitud de negación frente a la misma. Al desafiarla, encontramos que las ceremonias rituales son menos solemnes. Las volvieron eventos rápidos y escasamente reducidos al ámbito familiar, arrebatando el derecho a despedirnos de nuestros seres queridos.
Hasta
mediados del siglo XX, despedir a un ser querido era un duelo social, se guardaba
luto en señal de respeto y solidaridad. El muerto se velaba en su propia casa, luego
de trasladaba en una carroza fúnebre hasta la Iglesia para los oficios
religiosos y, finalmente, al cementerio. Era un suceso acompañado del ejército de
familiares: allegados, amigos y, de la comunidad que era partícipe de toda la
ceremonia. Tras la pérdida de un ser, la familia se vestía de –negro riguroso- y,
el entorno social se encargaba de condolerse durante el doloroso proceso de
recuperación.
Los
enterramientos se hacían en el único cementerio
que existía en Popayán, en manos de la iglesia católica. Para esa época,
quedaba alejado, después de los últimos caseríos, donde se derramaba “la última
lágrima”. Así llamaban el lugar adonde llegaban los afligidos a rematar con un
trago de aguardiente y de paso, engullir un plato de “frito”, después de dos
días de vigilia. Quedaba pues, el Cementerio, en los extramuros de la ciudad, a
fin de preservar la salud pública; hasta hace pocos años, cuando cambió la
cultura funeraria, promoviendo la aparición del “cementerio jardín” con todas
las de la ley, desterrados de la ciudad.
La carroza fúnebre era el mayor
símbolo del enterramiento de la época, pues, existían dos tipologías, según la
clase social del finado. Personalidades importantes y gente adinerada (la
´jai´) ya despojadas de todo, eran acompañadas por largas filas de automotores.
Un fino y antiguo carruaje difícil de
importar, adornado de flores, coronas y cintas, cumplía la pompa fúnebre,
de hacer el ´último viaje´ del elegante ataúd, de la iglesia al cementerio. En
tanto que, en probado abatimiento del dolor de las gentes humildes, carentes de
recursos lo hacían a pie. Por trayectos cortos en manos de familiares, deudos y
amigos se turnaban, para cargar el cadáver.
En
las últimas décadas, cuando la iglesia renovó la sepultura, aceptando que la
cremación no era contraria a ninguna ‘verdad natural o sobrenatural’, accedió
también a los sacramentos y funerales para quienes solicitaran ser cremados,
siempre y cuando dicha opción no obedeciera a la ‘negación de los dogmas
cristianos o por odio hacia la religión católica y la Iglesia’
¡Pero,
todo cambió por la alta tasa de mortalidad y por la moda global de incineración!
En este bisiesto
y siniestro año, nos tocó morir solos. Los difuntos tratados
como víctimas del coronavirus, saltándose los procesos de laboratorio, velación
e iglesia, los transportan directamente al cementerio como muertos contagiosos
sin serlo. Conductor del carro mortuorio y ayudantes vestidos de blanco,
enterizos, anti-fluidos, mascarillas y guantes, recogen el cuerpo inerte, introducido
en una gruesa bolsa negra y sellada. En forma rápida, lo trastean por las
desérticas calles de Popayán, para entregarlo al reducido grupo familiar en la
puerta del horno crematorio, sin velatorio ni funeral católico, haciendo
que los procedimientos ligados a la defunción tengan que realizarse en soledad. ¡Vaya revolución social del protocolo
sanitario! que, desencaja el dolor en el inhumano drama de no poder abrazarse en el sufrimiento.
Civilidad:
La muerte es misteriosa y sagrada. Tranquiliza, porque es un
cambio de misión para vivir la espiritualidad plena en la mansión celestial.