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domingo, 17 de febrero de 2019

Desde la cárcel







 "Hubo momentos en que sentí que mi celda era tan pequeña como una baldosa", así empezó la charla sobre el padecimiento del encierro de  alguien que lleva  siete meses largos en la mole del edificio gris. La cárcel es un infierno con casi 3.000 presos hacinados en pabellones. La mayoría, usuarios de drogas: marihuana,  cocaína, fármacos y otras sustancias alucinógenas.
Al ingresar, me desnudaron íntegramente para la requisa rectal como norma de prisión, para evitar el ingreso clandestino de drogas, aunque las filtran en algunas visitas o con el método de pagar. No permiten celulares, armas  ni tarjetas plásticas por el filo capaz de cortar una yugular. Aquí adentro hay de todo, víctimas y demonios, porque afuera la justicia como la serpiente, muerde a los que están descalzos. Pocos saben lo que es, estar aquí, por eso desean que los presos se pudran y se mueran en la cárcel.  Antes de caer preso, era un hombre con buena reputación, pero  al engrosar la lista del centro penitenciario de alta seguridad, la perdí.  
Y continúo: Mi primera semana fue la más dura. Sin mediar palabra, me confinaron un par de días en un calabozo, donde se tortura, aísla e incomunica al recluso como una forma de hacer agachar la cabeza al recién llegado. Submundo típico de incomunicación, arriba risas de guardianes, abajo gritos y quejas del recluso. Al segundo día, el dolor de espalda interrumpió mi sueño. Abrí un ojo, vi los barrotes. Sentí  frío, anhelaba una manta, aunque sucia o vieja. Me desperecé y giré para cambiar de postura. Abrí mis ojos, y me pregunté ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Estoy tirado sobre una delgada colchoneta, parecida a las que usan para hacer ejercicios físicos. En un destello recordé todo lo que me había pasado. Me hacen un examen médico y psicológico y al amanecer, un nuevo traslado. Me asignan el pabellón preventivo, lugar para los presos que están a la espera de juicio. Mi mayor preocupación es con quien compartiré la celda. Estas se abren automáticamente a las 4 a.m y se cierran a las 4 p.m. Después del baño colectivo totalmente desnudos, un desayuno simple y luego, a recibir sol al patio. Me sorprende tanta gente. Hombres, casi sin espacio para estar allí. Me acomodo pensativo, en una piedra sobresaliente del muro. Hay ánimos para todos los gustos. No importa cuál haya sido su delito, aquí estamos todos juntos, en una mescolanza, pero no hay un 1% de clase alta. Unos Bromean  como si estuvieran en la sala de su casa, supongo por su veteranía de reincidentes en este mundo, otros se mantienen afectados, callados, con el rostro perdido.

La alineación de los astros me permite encontrar conocidos en mi primera salida al patio para acercarme a algunas de sus historias. La mayoría del día, se pasa allí, con todos los presos. Esas horas pasan rápido, porque podemos hacer y ver algo, con formas válidas de matar tiempo: jugando fútbol hasta el cansancio, o hasta cuando la pelea entre jugadores decida finalizar el partido; leer o echar interminables partidas de parqués. Pero, al poco tiempo, la monotonía  se vuelve  enloquecedora, es un asesino lento.
Sollozando finalizó diciendo: Cuando la justicia cojea es un peligro tener la razón. La reclusión no está en los planes de nadie y, no se la deseo ni a mi peor enemigo.

    




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