"Hubo momentos en que sentí que mi celda era tan
pequeña como una baldosa", así empezó la charla sobre el padecimiento del
encierro de alguien que lleva siete meses largos en la mole del edificio
gris. La cárcel es un infierno con casi 3.000 presos hacinados en pabellones.
La mayoría, usuarios de drogas: marihuana,
cocaína, fármacos y otras sustancias alucinógenas.
Al ingresar, me desnudaron íntegramente para la
requisa rectal como norma de prisión, para evitar el ingreso clandestino de
drogas, aunque las filtran en algunas visitas o con el método de pagar. No
permiten celulares, armas ni tarjetas
plásticas por el filo capaz de cortar una yugular. Aquí adentro hay de todo,
víctimas y demonios, porque afuera la justicia como la serpiente, muerde a los
que están descalzos. Pocos saben lo que es, estar aquí, por eso desean que los
presos se pudran y se mueran en la cárcel.
Antes de caer preso, era un hombre con buena reputación, pero al engrosar la lista del centro penitenciario
de alta seguridad, la perdí.
Y continúo: Mi primera semana fue la más dura. Sin
mediar palabra, me confinaron un par de días en un calabozo, donde se tortura,
aísla e incomunica al recluso como una forma de hacer agachar la cabeza al recién
llegado. Submundo típico de incomunicación, arriba risas de guardianes, abajo
gritos y quejas del recluso. Al segundo día, el dolor de espalda interrumpió mi
sueño. Abrí un ojo, vi los barrotes. Sentí frío, anhelaba una manta, aunque sucia o
vieja. Me desperecé y giré para cambiar de postura. Abrí mis ojos, y me pregunté
¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Estoy tirado sobre una delgada colchoneta,
parecida a las que usan para hacer ejercicios físicos. En un destello recordé todo
lo que me había pasado. Me hacen un examen médico y psicológico y al amanecer,
un nuevo traslado. Me asignan el pabellón preventivo, lugar para los presos que
están a la espera de juicio. Mi mayor preocupación es con quien compartiré la
celda. Estas se abren automáticamente a las 4 a.m y se cierran a las 4 p.m.
Después del baño colectivo totalmente desnudos, un desayuno simple y luego, a
recibir sol al patio. Me sorprende tanta gente. Hombres, casi sin espacio para
estar allí. Me acomodo pensativo, en una piedra sobresaliente del muro. Hay
ánimos para todos los gustos. No importa cuál haya sido su delito, aquí estamos
todos juntos, en una mescolanza, pero no hay un 1% de clase alta. Unos Bromean como si estuvieran en la sala de su casa, supongo
por su veteranía de reincidentes en este mundo, otros se mantienen afectados,
callados, con el rostro perdido.
La alineación de los astros me permite encontrar
conocidos en mi primera salida al patio para acercarme a algunas de sus
historias. La mayoría del día, se pasa allí, con todos los presos. Esas horas
pasan rápido, porque podemos hacer y ver algo, con formas válidas de matar
tiempo: jugando fútbol hasta el cansancio, o hasta cuando la pelea entre
jugadores decida finalizar el partido; leer o echar interminables partidas de parqués.
Pero, al poco tiempo, la monotonía se vuelve
enloquecedora, es un asesino lento.
Sollozando
finalizó diciendo: Cuando la justicia cojea es un peligro tener la razón. La
reclusión no está en los planes de nadie y, no se la deseo ni a mi peor enemigo.
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