En el mundo
y, en otras ciudades como en Popayán, nos preciarnos en alto grado, de poseer lo
que algunos antropólogos denominan “cultura tradicional”. En esta fascinante ciudad
tenemos la Torre del reloj sin cuerda, representando un espacio de tiempo en desconexión entre lo que pasa en realidad y lo que
esperamos que ocurra. Allí el
tiempo “pasa, pero no corre”. Esa mole de ladrillo es el referente físico del acontecer
payanés, a la que el poeta Valencia llamó: “la nariz de Popayán”, metáfora
perenne e inamovible donde la aguja no marca nunca, pero que registra el ritmo
del orden social con el amasijo de las costumbres que se mezclan con lo
nostálgico, lo utópico y lo histórico.
Caminemos entonces, por la magia histórica que envuelve a una de las ciudades más
antiguas. Sobre ese farol, que circunda, la
cuadrícula en forma del juego de ajedrez; el casco urbano, que con el lento
transcurrir del tiempo, lenta y desordenadamente, se extiende más allá de lo
que en tiempos antiguos se denominó la calle de los bueyes (carrera 3ª
oriente), la calle de la Ermita (kra 10ª al occidente), la calle de la Pamba
(calle 3ª al norte) y la calle del chirimoyo (calle 6ª al sur). En el censo de
1807, había 871 casas, y 491 aún eran bajas con techo de paja. Su distribución
inicial se trazó a cordel, porque durante las fundaciones hispánicas entregaba el
lugar para la iglesia en la plaza central, al cabildo, al gobierno y para las
gentes principales. Era la época de la colonia en que organizaban el espacio
urbano y la vida civil, estratificando a los vecinos por sus
antecedentes genealógicos y militares; por sus oficios y “méritos” al servicio
de La Corona. Esa fue la recompensa que obtuvieron los primeros pobladores:
“solar conocido,” estancias, e indios en encomienda.
Recorramos los siglos pasados para conocer los encantos y
ricas historias del régimen colonial, que definía la
ciudad no solo por su perfil urbano, sino también, por su orientación,
marcadamente religiosa, así: la iglesia catedral (destruida en 1784 y1983, de
la que queda la Torre del Reloj) el convento de San Francisco del que hay
registro en 1574 con su iglesia iniciada en 1775, la iglesia jesuítica de San
José iniciada en 1642, el templo de Santo Domingo (1588), el convento de La
Encarnación que había sido constituido en 1591, el convento de San Agustín
hacia 1607 los puentes de “ la Custodia ” (1713) y el de Cauca (1780), el
Colegio de San Camilo (1765), el templo de El Carmen (construido entre 1730
y1744) y el monasterio anexo, la Casa de la Moneda (1748). Las torres de esas
iglesias y sus campanarios fueron el punto de referencia para las imágenes en
aguafuertes, plumillas y acuarelas que nos legaron los viajeros y los artistas
durante los siglos XVIII, XIX y XX.
Además de los encantos de estos tesoros coloniales que
incrementaron con legados testamentarios; también las gentes del común y, los
notables, invirtieron en su prestigio y reconocimiento social a través de obras
de beneficio público, tales como: las pilas, los chorros, el acueducto, el
hospital, el matadero, la cárcel. Todo ello, sin duda, con apoyo y la fuerza de
trabajo de indígenas y esclavos.
En esencia, estos hechos y otros muchos más, junto con
el centro histórico recóndito, deberían ser incorporados con sentido estricto,
bajo el pleno control del Estado, porque pertenecen a la “Ciudad peatonal”. Y
porque es un territorio físico y cultural que la historiografía reciente debería
conservar como un “archipiélago de perlas históricas”, que, en suma, es lo que
los turistas, nacionales y extranjeros vienen a conocer y admirar.
Es evidente la incapacidad del Estado Colombiano
para proteger tantas maravillas históricas juntas y, que no ha sido aprovechada
como atractivo turístico por los gobernantes de turno. Esa arquitectura
colonial, con su tipo de diseño de viviendas, edificios, iglesias, incluida la
hermosa estación del ferrocarril que en otros tiempos tuvieron el aprecio y el control
por varios años, pero que en otros más, han permitido que vayan desapareciendo.
Civilidad: Las obras
arquitectónicas que aún tenemos, no
deben quedar en ruinas por la acción del ser
humano que se ha convertido en el voraz destructor.
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